OBITUARIO
Valladolid, la última faena de Paco Camino
El torero se retiró en la plaza de toros vallisoletana en 1982 en las fiestas de San Mateo el día en que compartía cartel con El Niño de la Capea y El Soro
La noticia llegó por sorpresa, como si esa serpiente de verano que -dicen- se encarga de engullir casos o cosas intrascendentes y vomitar al mismo tiempo en el río revuelto de la información se hubiera hecho formal por un instante y nos sirviera de entrante, en el plato frío del obituario, una fatalidad sin guarnición: ha muerto Paco Camino. En seguida, los medios de comunicación, en su papel o en su condición digital y con independencia de su mayor o menor actividad pro-taurina, se metieron en Google para zambullirse en los detalles numéricos del tal Camino, dando datos de su profusa actividad en los ruedos del mundo, echando cuentas de su trayectoria, lo cual está muy bien para poner un punto de interés suplementario a la noticia; pero, me van a perdonar, la estadística no es mi fuerte, ni mi especialidad, ni mucho menos mi obsesión. Aunque tenga título de una carrera universitaria de ciencias, yo soy de letras. Por eso quiero dejar bien claro que Paco Camino no es una carretada de números, sino el dato fijo de una figura del toreo incontestable: un número uno de su tiempo. Ha muerto un torero «de época»; diría que de dos épocas: la época liminar en que hubo de pelear con la generación de Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín y la subsiguiente en que entró en liza con los tiempos del Diego Puerta El Viti y, sobre todo, El Cordobés, es decir, el tramo de los años 60 y 70 del pasado siglo, durante el cual, las Plazas se llenaban reventar de público y la fiesta de los toros -juicios puntuales de valor aparte, que esa es otra cuestión- experimentó una emergencia que resultó providencial para adquirir la consideración de espectáculo principal en España, en Francia y en toda la América taurina.
En esos entornos hubo de moverse un muchacho de Camas, de aniñado rostro y precocidad increíble. «Niño Sabio» le llamó el gran periodista taurino del diario Pueblo, Gonzalo Carvajal, y no exageraba. Yo lo conocí en esa segunda época, cuando yo era alevín en lo mío y él maestro consumado en lo suyo. Le entrevisté en Valladolid, en un recodo del ambigú del hotel Conde Ansúrez de Valladolid, durante un breve diálogo en el mediodía de lo que iba a ser famosa corrida del 66, con El Cordobés y José Fuentes en el cartel y toros de Manuel Santos Galache, de Salamanca. «Voy a descansar durante el próximo año», me dijo, entre otras cosas, confirmando que no era una retirada definitiva de los ruedos; pero acabaría abandonándolos, precisamente, en Valladolid, en aquél sanmateo del 82, en tarde en que compartía cartel con el Niño de la Capea y El Soro, ante cuatro toros de Molero Hermanos y dos de Sayalero y Bandrés. Tenía ya un punto de nieve incipiente en sus patillas y todavía el cercano recuerdo de su gravísima cogida en Aranjuez, donde por poco le mata un toro de Ibán. A su hermano Joaquín -banderillero de su cuadrilla- lo había matado uno en Barcelona y ese amargo recuerdo no le abandonó jamás.
Ya retirado de los ruedos, mantuve con él una relación cordial. En algunos días de feria de abril en Sevilla, charlaba con él informalmente en el hall del hotel Colón o paseando por la cercana calle San Eloy. O junto a la Puerta del Príncipe de la Maestranza, en los finales de corrida. Entonces, solía recordarle aquél día en que me invitó a su finca Los Caminos, de Arenas de San Pedro (Ávila), donde tenía la ganadería de Santa Coloma, y donde le hice torear («¡Fernando, que me asfixio!», me gritaba cuando estaba bordando unos pases naturales), junto a su hijo Rafi y El Litri, hijo. Habíamos ido juntos, en mi coche, a la finca y le puse flamenco en el casete- «Me gustan Camarón y Fosforito», le anticipé!, «a mí, El Lebrijano», respondió sin perderle ojo a la carretera. Fueron dos días maravillosos, compartidos con nuestro común amigo, el bodeguero de Cigales Pablo Barrigón.
Podría seguir escribiendo durante horas de mis experiencias junto a este Camino de Camas, cuna también del celebérrimo Curro Romero. Dice el fandango: Camas tiene un Camino/ y en el Camino un Romero/con el aroma del Romero se está alegrando el camino/¡Ay, qué Camino y qué Romero!...
Mi opinión: Romero, el arte expresivo de lo imprevisible; Camino, el arte de la ciencia, la gracia y la elegancia con un capote o una muleta entre las manos. Ah, y el mejor estoqueador que he visto en mi vida. En México -donde fue el gran «consentido», después de Manolete- fue un general español con mando en Plaza. Le tuve, y le tengo, un respeto, una admiración y un cariño enormes a este que para mí será, siempre, El Niño Sabio de Camas. Últimamente, me consta, estaba malucho. La pasada feria de Valladolid mantuve con él, en el programa de radio Toros con El Soro, un breve diálogo, pero no esperaba este abrupto desenlace. Alguien me confidenció en Sevilla que había juzgado los tiempos actuales con esta frase: «Es tiempo de adoptar perros y abandonar padres». Lapidario.
Me quedo con la pena de su muerte inesperada. Tengo para mí que los obituarios no son sino el rastro que deja la muerte para dar vida al elogio póstumo. Estas líneas de más arriba no quieren ser tal cosa. Solo la constatación de que la serpiente de este verano era venenosa.