Barrio a Barrio
La calle de Valladolid que vio pasar los entierros con mulas
Hubo un tiempo en el que no había coches fúnebres y en los entierros el féretro iba en un carro o carroza del que tiraban mulas. Algunos residentes en el camino del Cementerio todavía recuerdan ver pasar así la comitiva funeraria hacia El Carmen
Cuenta el historiador Juan Agapito y Revilla, oráculo al que hay que acudir cuando interesa bucear en el origen de las calles de Valladolid, que en el antiguo Portillo del Prado, «al extremo de la calle Amor de Dios», hacia las afueras, había «un camino que se dirigía por las cercanías del convento de los Carmelitas descalzos». Con la desamortización de Mendizábal, en el año 1835, el convento desapareció -el santuario de Nuestra Señora del Carmen Extramuros es lo único que queda hoy- y la huerta pasó a ser en 1840 el cementerio del Carmen.
Es por esta época cuando Agapito y Revilla enmarca la reforma del antiguo camino «trazándolo recto desde el mencionado portillo (en la calle Amor de Dios) a la puerta principal del Campo Santo y entonces adquirió el título de camino del Cementerio». El nombre pervive hasta hoy, aunque poco tiene que ver el trazado de tierra del siglo pasado con la avenida en la que se ha convertido hoy el camino del Cementerio, una calle de un kilómetro, más o menos, que va desde el puente del río Esgueva, junto a las pistas deportivas Río Esgueva, hasta la Ronda Norte.
Poco queda, salvo el nombre, de aquel camino por el que pasaban las comitivas fúnebres hacia el campo santo. Ahora el féretro se traslada en un coche fúnebre, pero a lo largo de sus 62 años de residente en primera línea de este paso de tránsito hacia el Carmen, Máxima Yudego, de 87 años, recuerda haber visto entierros en los que el ataúd iba en una carroza tirada por mulas. De eso hace ya mucho tiempo -así fue el cortejo fúnebre del poeta José Zorrilla en 1896- pero Máxima, una mujer fuerte que barre todavía la acera de la puerta, aunque confiesa que ya aguanta poco de pie y tiene que sentarse, es historia viva del camino del Cementerio. Cuando ella se instaló en la que hoy es su vivienda, en el tramo final, ya cerca de la Ronda, la ciudad quedaba muy lejos y recuerda que «sólo había tres casas», mientras todo lo demás «era huertas y fincas». También recuerda que no había luz, bueno una o dos bombillas como únicos puntos luminosos, lo que daba un aspecto lóbrego al camino, entonces de tierra, máxime en las noches de invierno.
Supervivientes de aquella época son los cipreses que flanquean la parte final del camino, el árbol de los cementerios con algún otro ejemplar desperdigado a lo largo del trazado.
Si se da un salto en el tiempo de 60 años y se aterriza, de repente, en el camino del Cementerio de hoy, un visitante que no lo hubiera visto en estas seis décadas no lo reconocería, como cualquier otro punto de la ciudad, por otra parte.
Aquel recorrido, por el que pasaban comitivas fúnebres tiradas por mulas, es hoy una vía con una alta densidad de tráfico y las huertas que había a uno y otro lado del camino han dado paso a viviendas, concesionarios de vehículos, a un tanatorio y al campus universitario Miguel Delibes, un conglomerado de edificios y facultades de la Universidad de Valladolid, por el que pasan a diario miles de estudiantes durante el curso. Ahora en vacaciones, la ausencia de alumnos se nota en los bares abiertos junto al camino del Cementerio al hilo de la instalación del campus universitario. Mientras la llegada de nuevos negocios es frecuente en una zona en expansión, la ebanistería Hermanos Martínez, en el número 19, es el más veterano de los establecimientos instalados a lo largo del camino, donde lleva desde 1978. Al frente del negocio está Andrés Martínez, quinta generación de una familia de artesanos de la madera que tiene sus orígenes en el municipio vallisoletano de Villavicencio de los Caballeros.
Del antiguo camino del Cementerio, Andrés recuerda en especial la ausencia de luz. «Yo he tenido que venir muchas veces a oscuras», afirma, aunque matiza, como Máxima Yudego, la residente del final de la calle, que había «tres puntos de luz, uno en el puente, otro más o menos hacia la mitad y el otro en San Pedro». Incluso recuerda que los casquillos de las bombillas eran «de cerámica», un ejemplo de esos detalles sin mayor importancia que quedan grabados en la memoria.
Rodeado de huertas, de sus primeros años en el camino del Cementerio recuerda que además de su ebanistería había «dos colegios de monjas», uno de ellos el Juan XXIII, y que, con tanto espacio sin construir, quiso ampliar el negocio y acudió al Ayuntamiento para comprar una parcela donde luego se levanto el campus Miguel Delibes, «pero ya era terreno universitario», afirma, y no pudo ser.
La ampliación vendría después en unos terrenos que pertenecían a un único propietario «desde las monjas (el colegio Juan XXIII) al tanatorio (El Salvador)». Una fotografía en su despacho recoge el momento de la inauguración del nuevo local en 2008, un acto al que acudió el entonces presidente de la Diputación: Ramiro Ruiz Medrano.
No muy lejos de la ebanistería de los Martínez, talleres Llácer es otro de los negocios veteranos del camino del Cementerio. Javier Gómez lleva 30 años al frente, un tiempo suficiente para ser testigo de la evolución de un tramo por el que entonces pasaban cuatro coches « y hoy tiene un tráfico que parece el paseo de Zorrilla», afirma. «Por aquí no pasaba nadie, sólo los que iban al cementerio y daba miedo a veces», añade y recuerda que «en gran parte del camino había cipreses», muchas de ellos hoy desaparecidos y sustituidos por otras especies arbóreas.
Desde la puerta del taller recuerda que en las proximidades había «otro de chapa» y una carpintería, hoy desaparecidos para dar paso en su lugar a un moderno concesionario de vehículos.
El camino del Cementerio ya no es el paseo lúgubre, sin luz, y plantado de cipreses a ambos lados por el que pasaban todos los entierros de la ciudad cuando sólo existía el campo santo del Carmen, una imagen propia de la España en blanco y negro, lejos ya, pero no tanto.
El aumento de la actividad se percibe al pasear por un recorrido en el que antes apenas había tres talleres y que ha cobrado vida, sobre todo, por la llegada del campus universitario Miguel Delibes. Con su bullicio diario y sus alojamientos para estudiantes, el campus, construido a partir de los años 90 del siglo pasado, ha insuflado un soplo de vida joven a una zona alejada del núcleo central urbano y necesitada, como ocurre con muchos otros lugares del extrarradio de la capital, de un revulsivo económico, pero también social.