Todo cambió tras la lidia y muerte del segundo toro, de los “garcigrandes” de Justo Hernández; escaso de carnes el toro, diríase vareado, castaño bocinegro de capa y bien armado. Un toro de los primeros años de posguerra, de poca chicha y mucha casta, con ese punto de fiereza que tanto se echa en falta. Se llamaba “Candil”, y con él, Emilio de Justo encandiló la tarde, bordó el toreo de capa en el primer tercio, se adornó en quites y cuajó una faena impecable de principio a fin, poniendo la plaza boca abajo en series largas, medidas y ajustadas, al natural y en redondo. Hervía la plaza de entusiasmo cuando se tiró en corto y dejó una estocada letal de necesidad y, de inmediato, tremolaron los pañuelos en los tendidos en petición clamorosa del doble premio; pero, hete aquí que el sujeto que ocupa el centro (y el cetro) del palco presidencial, debió sufrir un ataque de apoplejía y solo concedió una de las dos orejas pedidas, ante el estupor general. Las dos vueltas al ruedo que dio el torero con el premio unitario fueron clamorosas, y aún se pidió que diera una tercera vuelta. El personal estaba ojiplático y malhumorado. Y es que cuando se cabrea de verdad al público de toros, por la vía de lo absurdo, se cae en el pecado mortal de la estulticia. El papanatismo del bausán nunca debe presidir una corrida de toros.
Antes de seguir adelante, aclaro: lo dicho y escrito nada tiene que ver con el brindis que me dedicó el torero en ese toro. Por raro acaso, o casual fortuna, me han brindado varios toros en las Plazas del mundo; pero espero que nadie que conozca mi forma de ser y actuar en este mundillo nuestro, vea en este juicio la esquirla del resentimiento.
Menos mal que Morante (inédito ante el inservible primer toro de la corrida) empezó a tornar la faz abúlica de la gente en otra más confortante a agradecida, merced a su toreo esplendoroso y lumínico, inimitable, a un torito noble y pronto echado a tierra de una estocada, cobrada con decisión, que le valió, a su vez, el premio de la oreja.
Al desaguisado anterior respondió Emilio de Justo con una larga cambiada de rodillas en el centro del ruedo como saludo al quinto de la tarde, para, después, construir una faena, toda ella en el terreno más abierto del ruedo, conduciendo las tandas de muletazos en redondo de mucho mando, porque el de Garcigrande fue el otro toro encastado y bravo de la corrida y, por tanto, precisaba dominio absoluto de la situación. Esta faena fue más vibrante que la
anterior, aunque menos artística, pero también muy meritoria, toda ella jaleada por fervor por el público. La estocada en la yema derribó al de Garcigrande y mientras se coreaban los gritos de ¡torero!, ¡torero!, la plaza era un clamor. El alboroto iba in crescendo y, quien más quien menos, recelaba de la decisión del reticiente regidor; `pero, esta vez sacó dos veces su pañuelo, bien que con un feo gesto de desprecio (¡!) la segunda vez. Increíble.
Roca Rey se estrelló ante la inanición de un inválido, tercero de la tarde, y con el infortunio del sexto, un toro guapo y serio que se rompió físicamente en su furibunda pelea con el caballo de picar. Pareció cojear por su trote inarmónico y fue devuelto a los corrales. El suplente (sobrero), también fue mansurrón y deslucido. Lo mejor de Roca, su contundencia con la espada.
La corrida, pues, se prolongó más de lo previsto, con algún susto por atropello del peonaje, por fortuna sin consecuencias. Fue un final tardío, pero exitoso, para un torero vestido de verde y oro que volvió a salir en hombros por la puerta grande de la Plaza del paseo de Zorrilla, donde triunfa a golpe cantado; aunque, en esta ocasión, De Justo y lo injusto se tuvieran que ver, frente a frente. Ganó el torero, naturalmente. Lo demás, es filfa.