BARRIO A BARRIO
La calle de Valladolid a la que no llegaban los taxis
La vía esconde la historia de superación de los primeros moradores que se asentaron, en viviendas construidas por ellos, en este antiguo paso para los rebaños trashumantes
He aquí una calle que antes de serlo y de entrar a formar parte del callejero de Valladolid fue un camino de cabras, si por tal se entiende una vereda intransitable, polvorienta en verano y convertida en un barrizal cuando llegaba el invierno. En realidad la calle Cañada Real, al sur de la ciudad, flanqueada por los barrios de Parque Alameda y Las Villas, fue, como indica su nombre, un paso para los rebaños de ovejas trashumantes que, procedentes del sur del país, se trasladaban a los pastos frescos del norte al llegar en verano. De hecho, los pastores todavía utilizan la Cañada Real y, todos los años, las ovejas ocupan la calzada y desbancan al coche durante unos minutos para reafirmar su derecho centenario, aunque sea de forma fugaz y simbólica, sobre un terreno ahora de asfalto, poco recomendable para sus delicadas pezuñas.
Laurentino de la Fuente recuerda con nitidez el paso de los rebaños durante su infancia, y no sólo de ovejas, sino de vacas. Es uno de los veteranos de la Cañada. Allí nació hace 72 años, en una casa molinera en la que hace medio siglo abrió su taller mecánico, que ahora atiende junto a su hijo. El taller de Laurentino es de los pocos negocios que hay en la Cañada, una calle sin comercios y con una única cafetería, La Real, ubicada en el cruce con el paseo de Zorrilla, en lo que antaño fue una vaquería. Una peluquería y un local de motos completan el plantel de establecimientos que hay en esta calle atípica, que se alarga hasta el Pinar de Antequera. Allí, en el tramo final, en el campo, se levantan una veintena de viviendas, aunque muy alejadas ya de lo que es el núcleo principal de la Cañada.
Laurentino es testigo del cambio operado en los últimos sesenta años, una transformación radical que situó la Cañada en el mapa de Valladolid. «Esto era el desierto, aquí no llegaba ni el autobús ni los taxis», recuerda. Como si de un pueblo se tratara, recuerda también que en su infancia los chicos iban a coger peras en las fincas de alrededor. La ciudad acababa en La Rubia, el límite hasta el que llegaban los taxis para evitar los baches y las piedras de la Cañada, un mundo aparte con un ritmo de vida diferente.
Las imágenes más antiguas son reveladoras de la transformación operada en esta zona de la ciudad. Las fotos muestran un camino polvoriento flanqueado por casas molineras de poca altura, construidas por sus propios moradores. Hasta que no se echaba el tejado existía el riesgo de que la vivienda fuera demolida, de ahí que los primeros colonizadores se apresurasen a poner la cubierta, incluso de noche.
Las casas se alineaban a ambos lados del camino, pero sin ningún tipo de servicio: ni agua, ni luz. Muchas de ellas tenían un pozo para abastecerse y las aguas residuales iban a parar a una fosa séptica. Algunas de aquellas casas molineras se mantienen, renovadas y ampliadas con el paso del tiempo. Otras, cerradas y tapiadas, permanecen como un vestigio de lo que fue este emplazamiento antes de la transformación.
La vida en aquellos primeros años de colonización se asemejaba a la de un pueblo. Había tres tiendas, tres bares, alguna vaquería, los campos de cultivo estaban próximos a las casas y todos se conocían. Muchos de los hijos de quienes se instalaron en aquellos años en la Cañada pasaron por el colegio El Pilar, entonces un centro bastante más modesto que el edificio que se levanta ahora junto a la Ronda Exterior. En las noches de verano, los vecinos se reunían a tomar el fresco, un estampa típica del medio rural. La ciudad estaba al lado, pero la Cañada Real era otro mundo.
La historia de esta calle es también una historia de lucha y tesón de aquellos pioneros que se asentaron en una especie de tierra de nadie. Para empezar, tuvieron que hacerse con el suelo sobre el que habían construido sus casas, levantadas sobre una vía pecuaria propiedad del Ministerio de Agricultura. Al final, a mediados los años 80 y después de varios viajes a Madrid, la lucha tuvo premio y los que tenían construida su casa pudieron hacerse con el suelo al precio de 500 pesetas el metro cuadrado.
Fue una batalla ganada, pero hubo que esperar todavía hasta finales de los 90 para conseguir la urbanización de la calle. La Cañada se vestía de asfalto, se construyeron aceras y por fin las casas contaron con los servicios de saneamiento y abastecimiento.
Hoy, junto a esas viviendas remozadas, se alinean chalés y promociones nuevas y lo que antaño era un camino hoy es «una de las mejores zonas de Valladolid», afirma Juan Márquez, otro de los residentes veteranos, con más de cincuenta años en una de las antiguas casas molineras, que arregló con el tiempo. Aunque no añora la época en la que «no llegaban ni los taxis», sí que echa en falta «la tranquilidad» de entonces. La Cañada Real es hoy una calle con una alta densidad de tráfico que comunica con El Peral, una zona en pleno desarrollo urbanístico, con más de mil nuevas viviendas previstas, lo que augura que la circulación se incrementará a corto plazo.
También Carmen Tomé, Como Laurentino de la Fuente y Juan Márquez, está entre los residentes que pueden dar fe del ayer y del presente de la calle. «Esto era un barrizal y no había ni una farola, la única luz que se veía por la noche era la de las bombillas que había en las casas», rememora desde la autoridad que dan los 68 años de vida en la Cañada Real.
También Carmen recuerda que era un lugar tranquilo «porque hasta aquí no llegaba ni dios» y evoca el día en el que el camino de ovejas empezó a ser algo parecido a una carretera tras extenderse «una capa de brea que pagaron todos los vecinos». Al asomarse hoy a la puerta de su casa molinera, antaño con una cuadra donde su padre dejaba que las ovejas que pasaban de camino descansaran durante la noche, le vienen a la mente las huertas que había donde hoy se levantan modernos chalés.
Hace ya tiempo que la Cañada entró en la modernidad, que los coches ocuparon el espacio de las ovejas, pero todavía al acceder desde de la Avenida de Zamora, en un pequeño trozo de jardín, un conjunto escultórico que representa un rebaño recuerda los orígenes de esta peculiar calle, todavía con la huella de su pasado impresa en sus casas y en algunos de sus residentes.