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EL SIGLO DE DELIBES

El andén de los montañeses

La centralidad geográfica y su función nuclear de la meseta castellana han originado sucesivas inmigraciones a Valladolid desde las provincias circundantes del entorno. Incorporaciones masivas que ya hace un siglo vinieron a paliar la sangría de una mortalidad infantil desmesurada, poniendo brío y estímulo a una sociedad adormecida y acomodada a los ritmos de la resignación agraria. Los llegados no lo hacían ya en una mudanza forzada, como ocurrió con los seguidores del vaivén de la capital de España a comienzos del diecisiete, cuyo rebote de incomodidad generó después una pésima imagen de Valladolid

Portalada monumental de Molledo de Portolín, municipio santanderino que tiene dedicados una plaza y un monumento al escritor Miguel Delibes.-EL MUNDO

Publicado por
Ernesto Escapa

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UNA CIUDAD DE OPORTUNIDADES

Hasta el cambio de siglo, el saldo vegetativo de Valladolid fue negativo, paliando esta sangría la afluencia creciente de inmigrantes, que procedían en su mayoría del resto de provincias castellanas y leonesas, para las que la capital del Pisuerga enseguida se convirtió en faro de prosperidad y atracción. Pero la senda de las primeras décadas del nuevo siglo no va a ser fácil, pues la cota de setenta mil habitantes alcanzada en 1900 permanecerá estancada hasta 1918, hace ahora justamente un siglo. Aunque no se interrumpe la llegada de nuevos inmigrantes –que suman 1500 en la primera década; siete mil quinientos en la segunda; y doce mil en la tercera–, la incidencia de la mortalidad infantil es todavía muy alta.

A esa sangría demográfica, apenas atenuada por una campaña sanitaria específica puesta en marcha en 1909, se suman las infecciones de viruela y cólera, que cuando se unen a la gripe de 1918 siembran el pánico. Si durante la primera década del siglo habían muerto 2.150 vallisoletanos cada año, la gripe de 1918 aumentó la mortalidad anual de la segunda década hasta 2.400, estableciendo una tasa de 35 por mil.

Sólo durante aquel mes de octubre la gripe causó diez muertos diarios en la ciudad de Valladolid. Y eso, a pesar de contar ya, desde 35 años antes, con un moderno hospital provincial, atendido por médicos formados en su universidad, que fue la primera de España en contar con estudios de Medicina. De hecho, su hospital racionalista de estirpe francesa, que alberga también la Facultad de Medicina, fue diseñado por el arquitecto villalonés Teodosio Torres, siendo ministro de Fomento el vallisoletano de Boecillo Germán Gamazo, a quien se debe también la equiparación de sueldo entre maestros y maestras establecida en su reforma de las Escuelas Normales.

A ese tirón emprendedor contemporáneo de los foramontanos procedentes de Santander pertenece el escritor Miguel Delibes, convertido por la pujanza de sus obras en el vallisoletano más importante del siglo veinte. Frèdèric Delibes Roux, el abuelo francés de Miguel Delibes, llegó a Valladolid desde el santanderino Molledo de Portolín, para establecerse ya en 1890 como fabricante de carpintería mecánica, en la calle Independencia esquina con Ferrocarril.

Desde el mismo valle de Iguña que surca el Besaya, llegaron a Valladolid los Silió, después de una avanzada previa de Eloy, tío del escritor, en Medina de Rioseco, como industrial harinero, para instalarse definitivamente en Valladolid en 1873, dedicado a partir de entonces a la fabricación de cerámica con maquinaria traída de Francia. Su hijo César (1865-1944) fue ministro de Instrucción Pública con Maura, pensador oscilante sobre regionalismo y machacón respecto a natalidad. La profusión reproductora de su entorno familiar le llevará a sostener una postura radicalmente antimalthusiana, como tiempo después hará más sutilmente Miguel Delibes en su novela Mi idolatrado hijo Sisí (1953), que pasó inadvertida por la primera convocatoria del premio Planeta.

En su ramificada órbita familiar figura también el poeta y ministro de Ultramar Gaspar Núñez de Arce (1832-1903), casado con la vallisoletana de Santander Luz Fernández de la Reguera, a quien un infortunado accidente infantil le provocó la deformación del tórax, quedando desmedrado y taciturno para el resto de sus días.

Aquel lírico dubitativo, calificado por Rubén Darío como «el primer poeta de la España de hoy», ofrecía un semblante quejumbroso y de extraña psicología, según la Pardo Bazán, quien lo describe «apagado, bilioso y melancólico». Pero siempre haciendo bandera de una poesía cívica, que intervenga en la vida comunitaria y no se limite a cantar afinadamente «como el pájaro en la selva». Al despliegue regeneracionista de César Silió, emprendido inicialmente en alianza y más tarde en disputa con Santiago Alba (1872-1949), contribuyó como incitador el santoñés Ricardo Macías Picavea (1847-1899), cuya preocupación se centró primero en la reforma de la enseñanza, y luego en la acuciante redención del campo castellano, que aborda en su novela La Tierra de Campos, para culminar su repertorio regeneracionista con El problema nacional. Hechos, causas y remedios (1899), orientado a la pesquisa y análisis del momento político que asiste al derrumbe de las colonias.

Pero no todas las ramas de la inmigración llegada a Valladolid con el cambio de siglo tejieron una convivencia igualmente provechosa. Aquella afluencia también aportó protagonistas de un aventurerismo financiero, cuya orgía especuladora puso en riesgo los balbuceos industriales de la ciudad en su tránsito desde el granero de cereal a las máquinas ferroviarias. De Ceres a Hércules.

Porque aquel despliegue de prodigios modernos convivía con saldos de hiriente precariedad, como los que alientan problemas de abastecimiento en la capital del trigo a raíz de la crisis de 1917, mientras la restricción de suministros obliga a pasar frío y alcanza a las dificultades para cocinar. El desajuste de precios y salarios se suma al desamparo resultante de los despidos generalizados, que afectaron a más de quinientas familias, y a las requisas de harina y trigo durante 1918 con destino a Madrid y Bilbao. La conflictividad social había prendido inicialmente en los pueblos de Tierra de Campos, donde brotaron las protestas de segadores y agosteros, que pedían, entre otras aspiraciones económicas, que desaparecieran los malos tratos a los obreros del campo.

El mismo Azorín recoge, en su texto Castillos de España, diversos apuntes sobre la crisis agrícola y pecuaria, espigando del informe emitido por la Diputación de Valladolid que «el proletariado llega aquí, en algunas épocas del año, a carecer de lo más preciso». Así que no era el ambiente más propicio para acoger las alharacas festivas puestas en escena por los Power en su isla de los prodigios del Valle Esgueva. Los Power eran industriales vizcaínos de origen irlandés que hicieron su fortuna con las navieras, los hierros y el yute. A Valladolid llegaron desde el montañés Renedo de Piélagos para deslumbrar con sus fiestas a aquel apenas cinco por ciento de industriales y grandes propietarios que les confiaron sus ahorros.

LA ISLA DE LOS PRODIGIOS

Entre la carretera del valle y Renedo, junto al Esgueva, se encuentra el recinto de los prodigios que fue y sigue siendo la finca de los Power, convertida hace unos años por la Diputación en parque de ocio con el nombre de Valle de los Seis Sentidos. Aquel despliegue se inauguró el 27 de noviembre de 1920, un mes y diez días después de que naciera Miguel Delibes Setién en el número 12 de la Acera de Recoletos vallisoletana. El festejo, bendito por el arzobispo Gandásegui, convocó a la crema de Valladolid para bautizar con el nombre de Las Mercedes, en homenaje a la señora de José Power, el espacio ocupado antes por una de las fábricas de harina del valle que transformó en albergue de aquellos lujos el arquitecto de Neguri Manuel María Smitth Ibarra (1879-1956).

José Power era entonces alcalde de Renedo, como su hermano Ricardo lo había sido de Bilbao, además de parlamentario en Madrid. El viento a favor de la Gran Guerra había disparado la cotización de sus empresas y no reparaban en gastos. Para decorar la entrada a su finca, trajeron desde Renedo de Piélagos, en Santander, la portalada nobiliaria que sigue dando paso al ‘Valle de los Seis Sentidos’. Por el puro afán de hermanar sus negocios en ambas localidades del mismo nombre.

La casa de campo del Esgueva se la encargaron al arquitecto Smith Ibarra, quien desde Neguri prodigó este tipo de residencias por toda la geografía española, aunque atendiendo siempre en su diseño a los acordes de la arquitectura vernácula. El palacio aunó aspectos populares y cultos en una construcción monumental de filiación regionalista.

La obra se hizo sin reparar en gastos, combinando el sillarejo con el ladrillo, sobre todo en el trasdós de puertas y ventanas y en las cornisas, donde alterna con la teja. A ello hay que añadir la madera de las solanas y la rejería de ventanas y balcones. Francisco Cossío, en sus memorias, se recrea describiendo su interior: el patio castellano cubierto por una vidriera; los muebles, tapices, alfombras y lienzos que decoraban los salones; y, sobre todo, «un órgano monumental e invisible, que por una conducción especial del sonido podía escucharse a voluntad desde cualquier habitación de la casa».

Para llevar a la gente a sus fiestas, los Power compraron un autocar que salía cada tarde a las cuatro de la plaza Mayor de Valladolid. Al final, todo se lo llevó la trampa: las acciones del Bilbao, las empresas navieras y metalúrgicas, las posesiones dispersas por todo el norte. Ya durante la guerra civil, el palacio fue hospital para soldados italianos y sufrió graves deterioros, de los que nunca se repuso. Luego albergó el parque móvil militar.

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