UNA COMPAÑÍA DE LEYENDA
El imperio Gucci: sexo, intrigas y resurrecciones
Tras cinco años al mando, el diseñador Alessandro Michele ha devuelto la relevancia a una firma casi centenaria
Podría decirse que el advenimiento de la era Alessandro Michele en Gucci, un imperio con cuajo para la intriga, los giros agónicos y las resurrecciones asombrosas, ha cumplido de sobras con los códigos de la casa. Cinco años después del traumático despido de Frida Giannini –que acabó dejando las oficinas a la carrera, cargando con cajas y hablando de traiciones y emboscadas–, su tapado y, contra todo pronóstico, heredero ocupa ahora el altar mayor de la moda. Sus servicios son incontestables: el diseñador ha enchufado el sector a los nuevos tiempos, se ha convertido en el comandante en jefe de la conversación y ha devuelto la euforia económica y la fascinación al monograma de la doble G. De tal forma que incluso un maestro de la oportunidad como Ridley Scott picotea en el fenómeno y prepara una película protagonizada por Lady Gaga sobre el episodio más turbio y sensacionalista de la casa: el asesinato del heredero Maurizio a cargo de su exmujer, un caso que se convirtió en una máquina expendedora de titulares escabrosos justo cuando Tom Ford, recién nombrado director creativo, trabajaba en la resurrección de una compañía que hace 25 años orillaba la bancarrota.
Es posible que el carácter escandaloso y sexual que en adelante impregnó la etapa de Ford –un tejano por lo demás dado al minimalismo de rompe y rasga– se viera contagiado por aquel serial truculento que a punto estuvo de enterrar el legado de Guccio Gucci, un florentino hijo de talabarteros que educó su ojo clínico para el lujo trabajando de asistente de ascensor en el Hotel Savoy de Londres. El caso es que en marzo de 1995, cuando los herederos ya se habían peleado lo suficiente para ser viejos conocidos de la prensa y habían empañado todo el brillo alcanzado en los años 50 y 60, Maurizio Gucci, nieto del fundador, fue abatido a tiros en su oficina.
Patrizia Reggiani, con sus hijas, Allegra y Alessandra, en el año 1995, en el funeral de Maurizio.
AP (LUCA BRUNO)
Tras meses de investigaciones, su ex, Patrizia Reggiani –una mujer excéntrica con debilidad por las joyas, los visones y los paseos con loro en el hombro y tacones de aguja–, fue condenada a 28 años de cárcel, tras haberse sumido en un bucle de odio que según los testigos se acentuó cuando, meses antes, Maurizio había vendido sus acciones de la compañía al grupo inversor árabe Investcorp. «Estaba muy cabreada con él por muchos temas, pero en especial por perder el negocio familiar», aseguró Reggiani. Ella siempre se ha declarado inocente, pero admitió haber pagado 300.000 euros a una médium llamada Giuseppina Auiriemma que –por cuenta propia, según la condenada– contrató de sicario a un pizzero bastante torpe en cuanto a la eliminación de pruebas.
En medio de este serial rocambolesco, Tom Ford –que había sido ascendido a director creativo por la nueva propiedad y coleccionaba viejas tensiones con Maurizio porque «este todo lo quería redondo y marrón» y él, en cambio, «cuadrado y negro»– obró la resurrección de la marca convirtiendo la célebre G en el símbolo de la líbido y la prosperidad de los 90. Las mujeres Gucci dormían de día y arrasaban de noche. Y lo hacían, por ejemplo, con blusas de satén abotonadas por el ombligo y vestidos con cortes abisales que dejaban entrever tangas, por supuesto de oro y con la G por logo. Así, al tiempo que doblaba su apuesta sexual –comercializó unas esposas cuando Reggiani fue sentenciada–, Ford finiquitó una política errática de licencias que habían malbaratado la marca y contrató al entonces burbujeante fotógrafo Mario Testino –hoy expatriado de la industria tras recibir acusaciones de acoso sexual por parte de ayudantes y modelos masculinos– y a la estilista Carine Roitfeld, que fue despedida años después de la edición francesa del 'Vogue' tras una producción en la que sexualizó a niñas pequeñas.
Campaña de primavera verano del 2003.
Las cuentas de resultados fueron estupendas compañeras de cama del tejano. Entre 1995 y 1996, las ventas se incrementaron el 90%. Y cuando dejó la casa en el 2004 por desavenencias con el patrón, François Pinault, Gucci estaba valorada en 10.000 millones de dólares y había sido la marca más popular de la década. Ford dejaba atrás números espectaculares y una carrera que llegó, quizá, al paroxismo de la hipersexualidad y la cosificación cuando en el 2003 lanzó una campaña en la que una modelo con la cabeza fuera de plano se bajaba las bragas y dejaba entrever un pubis rasurado con forma de G. Los cronistas del gremio, siempre dispuestos a inventar etiquetas supuestamente epatantes, lo llamaron «porno chic». Sin embargo, el filón de "el sexo vende y Gucci es sexo" daba signos de agotamiento.
Tras la «devastadora» salida de Ford, acabó poniéndose al mando otra diseñadora de la casa, Frida Giannini, que se apeó de la dureza y la oscuridad del tejano y buscó nuevos caminos en los archivos de la casa, el rock, las celebridades y el empoderamiento de clase alta. Cuando las cuentas pasaron de excelentes a aceptables, el patrón determinó que la firma se había convertido en 'una más' y había perdido autoridad y relevancia. En diciembre del 2014 despidió a Giannini y su marido, el entonces CEO Patrizio di Marco, y, en un nuevo giro agónico e inesperado, puso a Michele al mando. Faltaba una semana para el desfile y el romano tardó cinco días en «destruir todo lo anterior» y presentar 36 nuevos 'looks' que cimentaron la nueva era.
Frida Giannini, en el 2011, en una colaboración con Lapo Elkann, heredero de Fiat.
Fluidez, redes y ‘mal gusto’
«Gucci no va de una forma o una silueta», ha dicho el diseñador. «Va de códigos –la doble G, los bolsos, los mocasines y los corporativos verde-rojo-verde– y te los puedes hacer tuyos inventándolos de nuevo y procurando que sean poderosos». Cuando se puso al frente de la casa, la moda, dice, estaba hablando de algo que ya no existía –«ese mundo esnob de piernas hermosas y cabellos hermosos»–. Así que buscó el nervio en la calle –«no en la jet set»– y metió a la firma en la conversación contemporánea.
Irreverente y barroco extremo, Michele ha dinamitado las fronteras del género y la sexualidad, ha explorado la ruptura generacional con intuición e imágenes 'instagrameables', y ha convertido en trasnochados términos como 'elegancia' y 'buen gusto'. Con tendencia a intelectualizar hasta un dobladillo –lo que no le ha evitado acusaciones de racismo y de glamurizar la enfermedad mental–, el diseñador asegura que la moda, más que «una correa que nos ata a los ideales de otra persona», debe ser una licencia de libertad para que cada cual se construya y viva como quiera. Sobra decir que deja fuera de esta sensibilidad excéntrica, antinormativa e inclusiva otro tema absolutamente contemporáneo: las condiciones materiales de vida. Porque, al fin y al cabo, ¿cuánta gente puede 'construirse' gastándose 2.000 euros en un chándal o 580 en unas deportivas? Es más: ¿tiene eso algún sentido?