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APUESTO A QUE muchos no conocen ni por la suela al único calzado que nos acompaña desde los tiernos piececitos a los dedos reumáticos y chuchurríos del final. Las zapatillas nos enseñaron a andar cuando no nos teníamos de pie y, de mayorines, son las únicas que nos sostienen a duras penas. Hay zapatillas que me acompañarán siempre. Como aquellas que anunciaron a modo de incienso, por el olor a zapatilla quemada, en aquel 31 de diciembre del año 36, cuando el viejo profesor don Miguel de Unamuno se durmió para siempre al rescoldo del infernillo de su mesa camilla. Cada vez que voy a Salamanca y entro en su museo muevo la mecedora junto a la mesa camilla, y os prometo que me huele a goma quemada. Soñar es libre y servidor anda bien en el registro de la propiedad de los olores. Pero hay otras zapatillas que no olvidaré. Fue en los 90. Ocurrió en Astorga. Aquel día, en el marco del congreso de etnografía, todos esperábamos con absoluta expectación y veneración a don Julio. A don Julio Caro Baroja, padre de la antropología, hoy tan de moda. Don Julio vestía de traje oscuro, con la corbata bailando sobre la camisa, paso lento y mirada escrutadora, cachaba en mano y las zapatillas, en sus pies. Zapatillas de las de siempre. Don Julio estaba cómodo así y de esta manera caminaba el sabio, despacito, a su homenaje. Escribo sobre zapatillas porque, a estas alturas, no encuentro mejor calzado para caminar por este valle de lágrimas, lo cual no quiere decir que abandone otros campos de calzado que hagan camino al andar. Creo que el calzado de cada cual refleja su vida. En estos momentos ando investigando sobre la katiuska, para poder entrar en los charcos, y sobre las princesitas, para poder salir del baile de máscaras. Y escribo sobre zapatillas porque tienen algo especial. Me refiero a las de tela a cuadritos de color marrón, calentitas por dentro hasta que se deshilachan. ¿A qué no sabían que una de las dos es la más traviesa? En mi caso, lo tengo estudiado e, incluso, comprobado. Es la del pie derecho, que se esconde cuando le da la gana, y lo peor es que lo hace cuando más la necesito. Estoy seguro de que era la zapatilla que tenía madre en su mano cuando se las preparaba de chiguito. Ya sé que algunos estaréis pensando que a qué coño viene esto de las zapatillas. Pues es que últimamente no piso bien, no me gusta caminar por alfombra, asfalto ni moqueta de colorines y el día menos pensado me pongo las de montaña y me voy en busca del vellocino. Propongo el Día de las Zapatillas. En la clase, en la oficina, en la audiencia y en el hogar del jubilado. ¿Qué les parece hoy, miércoles tres de octubre de la añada del 24, declarado Día de las Zapatillas? Mientras, voy pergeñando mi Tratado de las Zapatillas. Chimpún.