TIERRA ADENTRO
Noches de luna
LA OTRA NOCHE me quedé mirando a la luna. Había dejado de hacerlo. Dicen los astrónomos que hemos dejado de mirar al cielo. Razón tienen. Los nuestros acostumbraban a mirar el parte meteorológico en las estrellas en las noches claras. Y acertaban. Los abuelos de mis abuelos, y de los vuestros, sabían más de luna que nosotros. Pero nada es igual como contemplarla a bordo de un barco pesquero. Antes y después de la galerna. Recordé entonces que de chiguito era una de las sensaciones más placenteras. Mirar la luna. Soltar las bridas de la imaginación infantil, que es el arcano donde se fragua la vida, y buscar entre los cráteres lunares algún movimiento. Y juraba, pobre de mí, que había visto pájaros volando sobre ella. La otra noche volví a verlos. Dicen que son mensajes que no han llegado a puerto, que son palomas que no se han posado todavía en el alféizar. La luna es fuente de tristeza y de melancolía. Telescopio para el amor a distancia. Quién no ha compartido una noche de luna. Pero también es maléfica y lorquiana, musa para poetas y divinidad para la tribu en todos los tiempos del planeta. El mejor observatorio es desde el alféizar de la ventana. Se la siente de otra manera. Sin salir de casa. Me gusta cuando se la utiliza para definir quimeras y se tilda de lunático a quien sueña. Ella ríe desde su altar estrellado, consciente de su influjo. De su embrujo. Qué bello es contemplarla. Y qué gratis. Me vienen los dibujos de Julio Verne. La llegada del hombre en la tele en blanco y negro. Nunca me aterrorizó el aullido del lobo. Soy testigo reciente y presumo de haber visto la silueta del canido ibérico aullando sobre una roca desafiando al mundo. Añorando al naturalista burgalés y universal. Al inolvidable pozano Félix Rodríguez de la Fuente. Tan presente. La luna de la otra noche me llevó volando con los vientos del norte a la costa que me vio nacer. Fui un niño fiel a la puesta de sol. Cada atardecer en mi puesto, sin moverme hasta que el sol encarnado se marchaba entre los bramidos de la mar y llegaba la luna despacito. Servidor, que ya suma muchas lunas en su haber, no había caído en que la luna tiene la eterna facultad casi divina de salir al mismo tiempo y la misma hora. Sale para todos sin importarle la edad ni el rango de quien la observa. Dicen que hay que estar enamorado o enamorada para sentir a la luna en toda su dimensión. Y hay quien asegura que siempre, siempre, en otro lugar, se aparejan las miradas. Todavía hoy, cuando el calamar de la noche extiende su tinta sobre las montañas y los caseríos, siento la necesidad de buscarla y no la encuentro. Sigo escuchando su claro de piano a sabiendas de que su fuente es inagotable.