Diario de Valladolid

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Me niego, y me rebelo con be y uve. Con be, porque no acepto al sanchismo redentor como forma democrática; y con v, porque lo digo a las claras. Viene esto a cuento por la aventura personal personalísima –¡qué gracia ese Comisario Montalbano!– que me tocó vivir en vivo vivísimo el jueves pasado. Acudí al cóctel que este mi periódico suele dar con motivo de las Fiestas patronales de Valladolid en la Leyenda del Pisuerga.

Me encanta hacerlo porque, primero, es la ocasión perfecta para saludar a mis compañeros de periódico que me permiten ejercer la libertad de prensa. Segundo, para compartir en carne mortal opiniones con los políticos sin distinción de afiliación, género, número y caso. Y tercero, para charlar con el público que aún conserva intacta la sana costumbre del saludo cordial sin más implicaciones notariales.

Hasta aquí, miel sobre hojuelas. La cosa se torció, al menos en mi fuero interno, cuando me di cuenta de una insignificancia que pululaba como pez en el agua en esos momentos de esparcimiento y de convivencia democrática en los que todo el mundo es bueno o aparentamos serlo. Unos y otros, políticos y no políticos, creyentes y gentiles, ciudadanos de a pie y de encopetado abolengo –y como si les hubieran dado cuerda para ocultar los problemas candentes en política–, repetían la misma consigna, y que a mí me resultó sospechosa por su puntual insistencia y unanimidad: «Hay que guardar las formas».

Totalmente de acuerdo: hay que guardarlas por elemental educación. Pero como servidor es muy puntilloso y muy puñetero con los conceptos, y sobre todo con las palabras repetitivas, cuando por cuarta o quinta vez me insistieron con tonillo afable y con gestos bonachones la retahíla de que había que «guardar las formas», pues qué quieren que les diga… Pues que me sentí concernido, y señalado en el menú de la cubierta del barco junto a unas alubias con oreja riquísimas: Antoñito, ojito que las olas del Pisuerga pueden barrer la cubierta.

Dejemos los angelismos y vayamos a los distingos. Que esta expresión tan ecuánime me la soltaran los del PSOE como militante consorte que soy, y además como un antisanchista hasta el zancajo, pues lo veo hasta normal, justo y necesario. Pero concédanme la duda del disidente como un mal trago que hay que aguantar cuando las cosas en política se conciben mal y se resuelven peor. El mismo Che Guevara, que era un criminal con perfume de Christian Dior a precio de saldo, lo admitía con esta claridad de ejecutor con un tiro en la nuca al amanecer: «no creo que seamos parientes muy cercanos, pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia, en esto somos compañeros, que es muy importante». De acuerdo también.

Pero que la misma consigna de las formas me la repitieran in situ como un dogma los del PP –«nosotros tenemos que guardar las formas», me recalcaba un joven senador con un convencimiento de martirio a punto de ser inmolado en el Coliseo–, me dejó de piedra. No sé… como si me dieran lecciones de buen aparcamiento y como si no tuviera más remedio que aguantarlo, porque quien manda manda, y su voluntad es la del hombre superior cuya inteligencia está más allá de lo humanamente detectable y sostenible. Como oposición, me sacó fuera de los estándares racionales del pensamiento democrático.

El diccionario de la lengua, basándose en la filosofía y en la historia del derecho, deja bien claritas las cosas sobre lo que es una forma y guardar las formas. Teresa de Jesús decía que es una especie de trampantojo. Una forma no es más que una figura de pensamiento que define lo que es una cosa en sí y en cualquiera de sus manifestaciones, y que, curiosamente, ha tenido valoraciones distintas a lo largo de los siglos. Guardar las formas en democracia es una entelequia ideal que sostiene las reglas del derecho, del orden, del bien común, y del buen entendimiento entre iguales.

Fuera de aquí, eso de guardar las formas implica una responsabilidad capital, pues tiene una fragilidad muy delicada que hay que defender con una ferocidad nada complaciente frente a la intromisión de los tiranos o de cualquier otra veleidad política. Cuestión de prevalencias y de claridades incompatibles. Un tirano no negocia libertades, sino esclavitudes. Impone sus propias ideas, su justicia, sus actos, sus determinaciones, su propio orden, y sus formas de involución antidemocrática con vocación de eternidad.

Y esto en resumen, es el tirano y nepote Sánchez con su alternativa democrática de «neverita» desde su primer día de mandato, y sin guardar las formas más elementales: acabar con la unidad nacional; pactar con ladrones, separatistas, y con todos los enemigos de España; colonizar y envilecer las instituciones democráticas hasta el crack constitucional más estrepitoso; cambiar la balanza de valores de una sociedad que fue libre con la Constitución del 78; y dividir y subvertir a la sociedad con un lenguaje trufado de persistencias progres y de corrupciones laberínticas.

¿Y con esta carta de presentación tan impresentable, la leal oposición, que preside Feijóo, nos pide a los ciudadanos libres guardar las formas, educación, mantener cerradas nuestras mentes como nuestras bocas ante las maniobras de un tirano corrupto que alardea de tener «un gobierno limpio»? Ya es tarde. Nuestro ejemplo literario se nutre directamente del vis a vis entre Pedro Crespo, el Alcalde de Zalamea del siglo XVII, y un capitán tirano y libertino que quiso ser rey impune y que exigía bilateral respeto: «Y aquí, para entre los dos,/ si hallo harto paño en efecto,/con muchísimo respeto/ os he de ahorcar, juro a Dios».

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