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Escucho, a mis espaldas, un fondo de sonidos que proceden de las cornetas que entrenan su tono antes de procesionar en este Domingo de Ramos en el que escribo. Un guirigay ininteligible y ensordecedor. La indumentaria recuerda a los marines de EEUU, aunque sospecho que a orillas del Pisuerga no se ha producido ningún desembarco bélico.

La sociedad sigue desfilando en lo cotidiano con esa mezcla de inercia y superstición, que lo mismo permite la continuidad de las procesiones que la ausencia de una muy democrática y muy civil rebelión frente a quienes asaltan, con su ejército de normas y disposiciones transitorias, el estado de derecho. El personal no se entera, o no se quiere enterar, de que la igualdad es un requisito necesario, imprescindible, para que se pueda vivir en verdadera libertad, y en democracia.

Al ciudadano común se le está poniendo una cara de empadronado en Penitencia DF que ya no es fácil disimular. Quizá los ejemplos mostrados con inusitada sencillez y claridad de cómo afecta a su bolsillo la desigualdad, y la falta de solidaridad de unas regiones para con otras, les haga entrar en razón.

Ahora, en un ejercicio de aporreamiento sincronizado, los tambores producen una atronadora y contundente sinfonía. Unos sonidos secos y recalcitrantes que, eso sí, en las próximas noches siembran las calles de una atmósfera de tétrica solemnidad.

La verdadera carga penitencial, esta semana, y cualquiera otra, es la de contemplar, y soportar, el incalificable juego político con el que, ajenos al esfuerzo, los principios y la búsqueda del bien común, se distraen nuestros políticos, tan orgullositos de sus cargos, prebendas y notoriedad pública. Sueño con el día que en el que la IA permita valorar lo bueno y lo malo de la gestión de cada cargo público.

Ese momento mágico en el que se pulse el botón y se imprima, como si fuera el de la ORA, el ticket en el que se mida, objetiva y numéricamente, el beneficio producido o el daño causado. Y que aparezca la valoración que en términos políticos, de responsabilidad civil y penal, deba asumir cada uno. Y su repercusión, al menos, sobre lo cobrado por el ejercicio del cargo.

La gran mayoría se situarían, sin duda, en una posición de insolvencia manifiesta. Pero, al menos, podrían comenzar a desarrollar, con esa humidad que preconizaban en sus campañas, trabajos sencillos (que no excedan sus capacidades) en beneficio de la comunidad. Eso sí que sería favorecer la convivencia. Y que todos sean tratados por igual.