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Que nadie se asuste. Vienen en son de paz, a pesar de su fiera presencia y su violencia gestual. Corren como les lleva su alma. Saltan como ardillas negras sin árbol y celebran, a su manera, en la calle y a la intemperie, un rito de la antigüedad, un culto pagano, el solsticio, las primeras hojas del calendario, la cosecha y muchas más interpretaciones. Y otras insufribles teorías sobre su origen y sus porqués, lo que trae de cabeza a los antropólogos y analistas de la mascarada, que es la cobertura de los diablos. No es fácil, por otro lado, discernir, destripar y clasificar con un mínimo criterio histórico y etnográfico su ingente legado secular desplegado por un claro ámbito rural geográfico. Nuestro recordado Bernardo Calvo trazó las líneas maestras certeras para hacerlo. La contemplación de un simple desfile de mascaradas en Zamora o Braganza asombra al espectador, que alucina por la extraordinaria variedad de tipos, gestos, ritmos, atuendos y aparataje de palos, tijeras, vejigas… Me pregunto muchas veces cuántos genios juntaron sus genialidades para crear los personajes y la puesta en escena de las mascaradas, filandorras, combates, bailes, cortejos, carnavales y visparras. Un teatro por delante del clásico que nos han devuelto los demonios de un pasado pagano al siglo XXI. Lo que se están perdiendo los coreógrafos, guionistas, diseñadores y escenógrafos por no conocer, de primera mano, esta fuente donde corre el agua de la antigüedad que mana limpia y fresca, sin adulterar. Potable y para beber hasta hartarse. Con los diablos del carnaval de invierno viene una tropa variopinta y escandalosa que atiende a nombres sonoros y viejos como sus ritos: carochos, zangarrones, tafarrones, cucurrumachos, guirrios, birrias, barroseros, atenazadores, colachos, zarrones, cencerrones, zarramaches, campaneirus, gamusinos, machurreros, harramachos, jurrus, gomios… Hay más. Muchísimos más. Y todos diferentes en mensaje y atuendo. La lista es tan larga como un invierno de nieves. Casi todos tienen melodía vaquera y pastoril y, de ahí, que les acompañen vacas vayonas, toros y toras con sus talanqueiras. Saltan, bailan, ríen y estorban al son de los cencerros, que son rudos instrumentos musicales de percusión. Y no renuncian a los efectos especiales de nubes de ceniza y paja envuelta en la niebla helada del amanecer. Las mascaradas, como se denominan hoy estas bellísimas estampas grotescas que son una manifestación cultural de alto valor etnográfico -en fase de promoción y catalogación-, son girones de paño de la más vieja cultura popular. La máscara y el atrezo salió del arcón de la memoria. Sus protagonistas, seres estrafalarios, demoniacos, grotescos, saltan en los primeros días del año en algunos pueblos y, en la mayor parte, durante el periodo de carnavales. Por cierto, ya este mes.