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A PESAR del afán regulatorio que impera en estos días no es fácil regular sentimientos, por no decir imposible. El derecho penal debe tipificar las conductas punibles derivadas de sentimientos indeseables pero no lo sentimientos en si mismos. Para eso ya están los mandamientos religiosos. El ordenamiento jurídico no debe castigar la avaricia, el egoísmo, la codicia, la envidia o el odio sino los hechos punibles que puedan generar esos sentimientos. La actual interpretación de los delitos de odio no ha hecho más que agravar la ya difícil distinción entre el derecho al honor y la libertad de expresión cuya delgada línea nunca ha quedado claramente definida.

El código penal en su definición como delitos de odio se refiere, entre otras acepciones, a quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten al odio, hostilidad, discriminación o violencia por motivos racistas, étnicos, religiosos o por razones de género, enfermedad o discapacidad entre otras.

Por muchos argumentos jurídicos que puedan esgrimirse y aunque el código penal no incluya a los Vicepresidentes entre los colectivos a proteger frente a estos delitos, resulta difícil entender que expresiones como gilipuertas, inútil, zángano, lerdo, miserable, tonto o mameluco fascista no sean considerados insultos por mucho que sea carnaval. Si eso no es un atentado al honor de cualquier persona, sea blanco, mujer, chino, hombre, musulmán, transexual o vicepresidente es que el concepto de honor ha desaparecido definitivamente de nuestra sociedad.

Por otra parte, resulta llamativo que los delitos sean definidos y calificados por su ámbito subjetivo. La gravedad de robar, estafar, amenazar o atracar no debería depender de la raza, género o clase social del perjudicado. Robarle la cartera a alguien debería ser igual de grave en todos los casos con independencia de quien sea su dueño. 

La defensa de los colectivos más desfavorecidos no debe confundirse con la arbitrariedad judicial que no hace más que alimentar la confusión interpretativa para delimitar con claridad conceptos como el derecho a la intimidad, la libertad de expresión, el derecho al honor o los delitos de odio. 

¿Por qué quemar un cuadro del Rey o una bandera de España es un ejercicio de libertad de expresión y hacer una piñata con la figura del Presidente del Gobierno pretende tratarse como un delito de odio? ¿Por qué llamar inútil o lerdo a un ciudadano de a pie es un insulto y llamárselo  a un Vicepresidente es una sátira? Nadie lo sabe. O quien dice saberlo es incapaz de explicarlo.