El nuevo tocomocho
UNA INDECENCIA. Los políticos han suprimido de golpe el término «disminuidos» del texto constitucional. Curioso. Este año tendremos 4 elecciones en España, pero a ninguno se le ha ocurrido convocar un referéndum para modificar la Constitución. Nulo respeto. Así que el votante está que trina. Las críticas en torno a la medida adoptada menudean: ¿qué nos colarán ahora? Normal. Cuanto procede de la política y de los políticos ya se sitúa, desgraciada e invariablemente, en la curva descendente de lo inmoral, de lo decadente, de lo corrupto, del enjuague, del tocomocho.
El sanchismo está encantado con este acuerdo a dos bandas con dos papeles: una propone y la otra blanquea. Son lo mismo que el atracón dichoso donde uno pone las ganas y el otro el hastío. Así que Sánchez está gozoso cambiando «disminuidos» por «discapacitados». Lo venden como si no fueran palabras sinónimas, y como una victoria del sistema «woke» –progresista y discriminatorio– con el que se identifican y se tragan «a bocaos».
El PP de Feijóo, ha vuelto a sucumbir a los encantos de sirena. También está muy satisfecho con el cambiazo. Aseguran con toda la jeta que es un triunfo del bipartidismo y del consenso de Estado. La miopía del señor Feijóo empieza a convertirse en la avalancha sostenible del sanchismo. ¡Tócate los hemisféricos!, viene a decir Vox con una abstención clamorosa que ve cómo este Rajoy II va a repetir ahora en Galicia la envolvente de Guardiola en Extremadura y la del 23 de Julio en toda España. La idiotez en bandeja de ida y vuelta.
Para los filólogos –esos amantes de las palabras en su origen y significados–, todo esto no es más que la excusa para agujerear la Constitución como a un queso gruyere: tanto monta, monta tanto «disminuido» como «discapacitado». Conceptualmente cargan con la misma tara. A las poetas –que usamos la metáfora como arma arrojadiza y pensamiento desafiante– nos parece una gilipollez, una auténtica tomadura de pelo que, por cierto, ya superamos antaño con todas las vanguardias al retortero. La realidad es que en español hay muchísimas palabras que implican una disminución, una discapacidad, una mengua, un bajón, un descenso, una cojera, un descrecimiento, un desfalco físico, o un descantillamiento, que afectan, ay, a no pocos ciudadanos.
Pero este no es el problema, pues sabemos de sobra que los políticos pasan de estas filologías bostezantes y sobre todo de los poetas. Lo indiscutible es que en la casta política hay mucho sordo instrumental que no oye la Constitución; mucho mudo que se le agrieta la lengua como si tuviera sabañones en invierno; mucho deslenguado que ve los programas del corazón como el timo de la estampita transferible a la política; mucho pasante que está al quite, y te la mete doblada; y sobre todo –que es a lo que voy en esta columna– hay mucho, mucho adefesio entablillado que tergiversa el diccionario hasta que las letras alumbran dinosaurios y se doctoran en las decrepitudes y en las debilidades del periodo jurásico. Un retroceso biológico insuperable como han demostrados sus leyes de género antediluvianas.
Y esto sí que es un verdadero problema insoluble e insuperable. Para estos filólogos del trueque –me refiero a todos estos frankensteinianos que proceden de la inteligencia artificial y que nos gobiernan por decreto ley porque el parlamentarismo les parece una antigualla de extrema derecha–,lo de menos es el disminuido, el discapacitado, o el tullido. Para ellos somos conexiones insignificantes, objetos de una misma debilidad que hay que actualizar «de aquella manera», como nos ha recordado hace días el inefable Patxi López al hablar de la amnistía.
Por tanto, ya no es cuestión de remiendos al texto constitucional, o de hacer leyes como quien trafica con delincuentes, o de pasear a la justicia por las horcas caudinas como ha hecho la Ministra de Transición Ecológica con el juez de la Audiencia Nacional, el señor García Castellón. No. Con un fraude de ley como Sánchez, no se puede modificar ni una coma de la Constitución, porque para él todo son maniobras, y lo único importante son los intríngulis, las morcillas con sangre y cebolla que te hace tragar. Es decir, que estamos ante un nuevo tocomocho de proporciones olímpicas. Tocomocho: una filfa, un timo, un trueque, un americanismo bolivariano, un décimo de lotería, un simulacro de pega «que se emplea para estafar a alguien» y dejarlo como vino al mundo. He aquí la cuestión.
Lógicamente ya no se llama tocomocho, que es un viejísimo señuelo para paletos y estraperlistas que te cuelan un fajo de papeles como si fueran pilones de 500 euros. No. El nuevo invento –que sustituye a la posverdad y a toda la parafernalia de filosofía que se despacha en tetrabrik como si fuera leche maternizada–, se llama ahora tecnomentira, o tecnomentidero. Así de enfática es la palabreja, pero también así de sencilla y que nadie le engañe, pues «tecno» viene del griego «téknee», que significa arte, y del latín «mentiri» que significa, deliberadamente –ojito con el matiz–, hacer o decir lo contrario a lo que entendemos por verdadero.
Estamos por tanto, deliberada y técnicamente hablando, en el estiaje más bajo de la certeza, en las antípodas de la verdad. Es decir, en el puro arte de la mentira. El nivelazo de Sánchez no conoce precedentes, pues su estructuración de la mentira funciona como un tiro. Al principio de su tiranía usaba la técnica de la mentira como un despiste, como si engatusara a las espuelas con los alhelíes. Ahora ya ni se da cuenta de que miente, ni le importa. Es una máquina quitanieves que amontona disminuidos o discapacitados en las barranqueras del desgaste.