Diario de Valladolid
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DEPORTIVAMENTE hablando soy un cangrejo violinista que va «patrás» sin saber qué hacer, qué decir, o en qué agujero meterme por estos andurriales. Vamos, que no tengo ni idea. En esto, la verdad, poco o nada me han ayudado mis clásicos. Como un pardillo creí siempre que el deporte, como en las películas, nada tenía que ver con la política. Gran error, y eso que un día ya me lo advirtió Juvenal en una de sus Sátiras: mira, muchacho, aquí todo el mundo pringa, y el que no cojea, renquea; aquí todo se reduce a «pan y espectáculo de circo». Pues yo ni por esas.

Nada, que me tragué enterito el lema olímpico «Citius, Altius, Fortius» –el más rápido, el más alto, el más fuerte– que, por cierto, lo inventó el padre dominico Henri Didon en 1881 para unos juegos escolares de su colegio, y que después se lo prestó a su amigo, el barón de Coubertin, cuando éste ideó los juegos olímpicos de la modernidad. Todo un proyecto de gimnasia corporal y espiritual en estado tan límpido que ni la purísima concepción.

Pero, ay, con la dictadura franquista nos llegó el fútbol como un apretón libertario. Y nos metió el futbol hasta para hacer el amor. Ahora nos ha llegado Sánchez con las mismas ínfulas, y el fútbol, como todo deporte, se ha convertido en el prodigio de la corrupción olímpica: la más rápida, la más alta, la más fuerte, la más masiva, y la más absoluta de todas. Tanto, que la liga normal vuela en aviones de los Emiratos y la Supercopa de España se celebra en Arabia Saudí. Hasta Nadal, que era el crisol de los valores deportivos, se ha pasado a la prostitución olímpica de Occidente con este reclamo pesetero: «Arabia Saudí tiene un verdadero potencial». «Tu, quoque fili mi?», ¿tú también, hijo mío? También.

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