El mandato imperativo
EN LAS CORTES medievales existía un precepto jurídico-normativo por el que la representación de los súbditos ante los monarcas se hacía mediante un contrato conforme al Derecho privado entre los mandantes, es decir, los electores, y el mandatario, a saber, el elegido para defender los intereses de los representados. La esencia de mandato consistía en que el representante debía seguir a pies juntillas, sin separarse un ápice, todas aquellas instrucciones, órdenes y posicionamientos encargados por los representados. Si por cualquier motivo o circunstancia traicionaba lo que sus representados habían establecido, votando en el Parlamento en contra del sentido de la posición marcada y fijada por sus representados, el representante tenía una responsabilidad penal ante el cuerpo elector.
A lo largo de los últimos años estamos siendo testigos de sucesos grotescos en el ámbito público, acrecentados recientemente por la tramitación de la ley de amnistía (que está provocando una clara fractura en los poderes del Estado y en la sociedad española), cuando los representantes políticos dicen una cosa antes de las elecciones y tras ellas, toman decisiones contrarias a lo que se comprometieron. Por un lado, se presentan a los comicios con un programa (bajada de impuestos, colaboración con los autónomos y con las pequeñas y medianas empresas, disminución del papeleo administrativo o prohibición de indultos) y, por otro lado, cuando llegan al poder, hacen lo contrario, pues suben impuestos, dificultan la labor de las pymes, aumentan las trabas burocráticas o conceden indultos.
Ante tal panorama, el sufrido ciudadano se siente frustrado al ver que no se cumplen las promesas que le dijeron y no le queda más remedio que esperar cuatro años para volver a intentar ser atendido en sus necesidades sin que cambien las condiciones de partida. ¿Cuál es el origen de esta situación en la que los representantes no están obligados a seguir las premisas de sus votantes? El artículo 67.2 de la Constitución española: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por el mandato imperativo”, lo que quiere decir que los diputados y senadores no tiene porqué seguir las indicaciones de sus electores, ni la de los partidos a los que pertenecen porque representan a la soberanía nacional. Eso implica que una vez los parlamentarios adquieren su acta, no la pueden perder. En definitiva, el ciudadano deja de convertirse en sujeto político de la comunidad y su opinión queda desnaturalizada.