Vírgenes
UNO TIENE pocas cosas sobre las que levantar la cabeza con alegría. Pero una de ellas me permite asomarme sin sonrojo. Soy un paisano viajado. Movido por los cuatro vientos. Y viene a colación porque haber conocido y visto, en el ejercicio casi marcial y religioso de la crónica viajera de kilómetro cero, siempre me facilitó las cosas para poder contarlas y analizarlas desde todos los formatos de la información o el relato. Y claro, eso me permite ahora, en el inicio de mi “periodo otoñal”, confesar algunos sucedidos que narro renglones abajo. Un derroche de sinceridad que psicológicamente amortiza tanto manguito, junta de culata, ruedas de segunda mano, revelados de fotos y así casi 30 años de andar descalzo. Dice Marián, mi mujer, que se lo echó todo a la espalda y sin mochila, que ahí se fue mi fondo de pensiones… en la hucha de las gasolineras. Insisto que soy un simple cronista de cercanías. Sin más. Cogí miedo al avión. Petra tendrá que esperar a otra dimensión. Me conformo emocionado con Tiermes, que ahí está reconstruyéndose así misma sobre su roca arenisca, a la luz de la luna llena y bajo el amparo del dios Lug. Que nunca sabré si fue solo divinidad arévaca y termesina o de toda la tierra celta, desde la verde Irlanda a la Sierra Pela. El caso es que una noche soriana y negra, como sus vacas serranas, yo lo vi. Lo invocaban sus gentes y apareció entre cortinas de humo sobre la hoguera. Yo vi al dios Lug. Y esto, para poder contarlo, hay que haberlo vivido y creer en las apariciones. Sobre esto quisiera -ya metido en intimidades- confesar que también se me ha aparecido la Virgen. Y no una, cientos, miles de veces, posiblemente. La he visto en encinas, robles, castañares, espinos, arroyos, bosques, cuevas y en multitud de fiestas al son de las dulzainas, tamboriles, gaitas y gaitillas, sobre las andas de los últimos romeros. Que son los últimos pobladores. El caso es que siempre me quedó una duda sobre la virgen. Si era la misma o cada una es de una madre. Me cuesta aún discernir cuál de ellas era la de verdad, si la del gigantesco santuario o la de la ermita solitaria. Y no solamente se me ha aparecido, también he visto milagros por toda la geografía. El milagro de las romerías. Aún sigue ocurriendo en el medio rural, con carácter comarcal, a las que acuden con fervor los nietos, que ya son ateos. He ahí el milagro. En los últimos tiempos deberíamos acudir a la Virgen de la Cueva, como los de la ponferradina a la suya y a Santa Bárbara. Nos están llenando los acuíferos, que en estos meses de sequía es otro milagro en plena siesta, con truenos y rayos. Seguiré buscando en las oquedades más vírgenes. Porque mientras haya vírgenes, habrá vida en los pueblos. Y el que no se lo crea que venga a la romería.