Diario de Valladolid

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Lo que aprende uno donde menos piensa. El otro día, de vuelta de Madrid, me encontré en el Avant de las 21:30 con un vecino: hombre, ¿qué casualidad, de dónde vienes? Lo mío se puede contar porque me ocurre como a Emilia Pardo Bazán con la catedral de Sigüenza: todo se reduce a «una trova, unas notas de laúd, traducidas en piedra». Pero lo de mi vecino no, pues tal como van las cosas con el Poder Judicial –jueces y políticos siguen fornicando con el amor del asno a base de coz y de bocado– puede ser muy peligroso.

Yo venía de una exposición en el Centro Cultural de la Villa, titulada Las sinsombrero –sobre las mujeres del 27–, en la que colabora la Fundación Jorge Guillén. Allí está Rosa Chacel que, por cierto, usaba sombreros de época. Allí me enteré que la vallisoletana fue una activista en contra del «patriarcado» de sus compañeros de Generación. Ni idea. Y eso que la conocí como la palma de la mano, he publicado su obra completa en 9 tomos, y he disertado sobre el profundo calado filosófico que tiene en Chacel la condición femenina con sus problemas puntuales y prácticos, y que en ella concluyen con este principio armonizante: «la mujer y el hombre sirven a la misma eternidad».

Dicho lo cual, vuelvo a mi vecino, que es harina de otro costal. Mejor dicho, es el mismo costal, pues son asuntos que se despachan en la misma panificadora con una asombrosa frivolidad y al mismo precio la barra. Mi vecino es un conocido cazador y ecologista científico, que merece todos mis respetos, pues fue además amigo de Miguel Delibes: del Maestro a quien siempre admiré como cazador y ecologista profético. Se había dado cita en la Capital del reino porque se presentaba un libro interesante sobre el maltrato animal, visto desde la óptica jurídica y sancionadora de la nueva ley sanchuna.

Y aquí te quiero, escopeta. El buen señor volvía a casa confuso, escandalizado, y ninguneado hasta el corvejón porque el animal, por fin, ha adquirido ya la categoría humanizada muy humanamente por animalistas de animalidad comprobada y deshumanizada, que diría el Catarella en la serie del Comisario Montalvano. O sea, lo más parecido a la ley Trans que en estos momentos se está reescribiendo siguiendo la pauta de «La enfermedad infantil del izquierdismo» dentro del comunismo, y que escribió Lenin en 1920, justo ahora hace cien años y cinco meses. Según mi vecino, allí se habló de los derechos de los conejos, perdices, palomas, ciervos, cerdos, cabras, vacas, gallinas y de un largo etcétera, y contra la pared el hombre depredador como sujeto transgresor y penalidades sin cuento.

Con suma prudencia, y dado que menudean por todas partes –en parques, regueras, aceras, casas, y despachos políticos–, le pregunté a mi vecino: por un casual, ¿no se habló en ese foro de juristas sobre los derechos de las ratas? Por supuesto, me respondió llevándose las manos a la cabeza: «ni se te ocurra tocar a una rata». Me explicó que en estos momentos cualquiera sacude a un hombre y no te pasa nada, pero si tocas a una rata de un escobazo y la dejas turulata, se te ha caído el pelo: agresión, maltrato con agravante de lesa animalidad, pena de cárcel según la gravedad de las lesiones, y señalamiento a perpetuidad llevando un capirote en domingos y fiestas de guardar como hacía la Inquisición con los herejes.

Como todo esto me parecía increíble y kafkiano, no pude contener la risa. Pero él, muy serio y pedagógico –como si sintiera pena por mi increencia contumaz e irreflexiva–, siguió instruyéndome por el camino: no te rías porque la cosa es muy seria y no te puedes imaginar hasta dónde puede llegar el asunto. La casuística podemos decir que es casi infinita. Si por un casual la rata da a entender en su idioma –el cómo lo hace aún no se especifica en la ley pero están en ello– que se acoge a lugar sagrado bajo la sigla inviolable del LGTBIQ+, no hay nada que hacer. Ya puedes entonar la vieja cantinela de que a gato viejo, rata tierna, que te va a dar lo mismo.

Y no te digo nada si la señora rata o rato, por sus andares y soltura en ir de aquí para allá como Pedro por su casa, parece declararse okupa con algún signo o mirada subversiva. El lío padre. Tu primera obligación sería instruir al gato hasta que comprenda que «a un hermano no se mata, que no se mata a un hermano», que dice la canción del Soldadito boliviano del Che. Y la segunda –y más fundamental por las obligaciones que conlleva esa okupación ratera y progresista–, sería cuidar sus horarios de comida: distintas muestras de queso para el desayuno, carne fresca en el almuerzo, tarta tres gustos para la merienda, y piza para la cena amenizada por la sinfónica de Berlín dirigida por Herbert von Karajan.

En fin, que siempre se aprende algo de provecho. Sobre todo cuando el «zoon politikon» de Aristóteles –o el civismo entre personas– se convierte en el «homo políticus» de la sanchunidad donde el rasero del bien común y de la justicia se mide por los instintos del animal sea doméstico o salvaje. Uno podrá ser un adolescente perpetuo, pero no un imbécil sociológico y presupuestario.

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