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CUANDO se desmintió el rumor de que Putin había cedido el mando del botón nuclear al diputado cacereño Alberto Casero todos respiramos tranquilos. Menos mal, se oyó decir. Lo de la reforma laboral fue grave, pero esto ya hubiera sido catastrófico. Así que, con el ambiente relajado, el herradero de las reses en Quinta de Tierz se celebró entre la espontánea alegría que se desprende cuando la Naturaleza es el único guión y existe una sincronía de quehaceres y estímulos.

Marcar a un becerro de lidia es una liturgia que simboliza la individualización del futuro toro. Un nombre, el suyo, que hereda de su madre, le acompañará toda su vida. Hasta su lidia en la plaza. Quizá, con suerte, sea un semental de bravura contrastada y actúe como raceador en un lote de vacas, para derramar su casta en futuras generaciones de toros. Así que cuando se marca a una res brava se le otorga carta de naturaleza.

El herradero es una jornada de trabajo y a la vez festiva en las ganaderías de lidia. Una faena campera tan necesaria como gozosa. Si, además, se logra reunir a la gente que más valoras, a la familia y los amigos, la celebración no tiene precio. No hay moneda en la que pueda calcularse su valor.

Por mucho que los partidos políticos utilicen la tauromaquia para esgrimir filias y fobias, sectarismos y apropiaciones, el planeta de los toros se muestra refractario a burdas manipulaciones sobre su potencial asentamiento en espectros ideológicos. Esto no es exactamente nuevo, aunque sí su formulación anti/pro. Cada vez más forzada y maniquea.

El toreo goza de buena salud. En todo caso, mejor que la de la política en España. Por si fuera poco soportar a un indigno gobierno que se apoya en filoetarras y amantes de la limpieza étnica en su versión de orígenes regionales, el partido que debería ofrecer una alternativa de cohesión y respeto a la legalidad se entretiene en propinarse cornadas de varias trayectorias. Menudo país fuera de cacho.