Diario de Valladolid

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NORMAL. Amigos socialistas se me quejan de la anterior columna. Según su opinión, acuso al Partido y al Gobierno de tener malas intenciones, y no, me dicen. Desde que Sánchez está en el poder, acertado o no, todo lo hace con las mejores intenciones. Si el Tribunal Constitucional observa ilegalidades al decretar el Estado de Alarma, sus intenciones fueron excelentes: evitar víctimas y atajar la pandemia.

Hombre, sólo faltaba que lo hubieran hecho con mala intención. Si reflexiono sobre las medidas que ha tomado este Gobierno en todos los órdenes -salud, justicia, economía, educación o igualdad-, es posible que haya buenas intenciones, pero con el resultado nefasto que indicaba Oscar Wilde en El crítico: «Las peores obras son las que están siempre hechas con las mejores intenciones». Lo mismo ocurre con la disputa del Tribunal de Cuentas: buena intención, mejor rollito, y concordia letal a cuenta del contribuyente.

No discuto intenciones, memorias, o razones subjetivas de los actos del Gobierno ni de nadie. Razón: no es el principal problema en esta sociedad. Pero la madre del cordero, travestida de Superman, tiene perendengues. A ver, ¿qué son las buenas intenciones? Como en esto soy plano del todo -que tu camisón no sepa tu intención-, llamé a mi psicólogo, que es experto en las conductas e intenciones que rigen nuestros actos.

Antonio, me dijo en tono profesoral: Buenas intenciones son las que tiene aquel que necesita razonar y justificar malos actos. Los individuos llaman buenas intenciones a sus deseos ocultos, a sus intereses, a su proyecto de vida, a sus amores, a sus odios. En una palabra, a su yo cuando se relaciona con el mundo. Si en la sociedad no hubiera leyes, acuerdos, justicia, policía, normas, oposición, contrastes, y enfrentamiento entre las buenas intenciones de cada uno y las de los demás -es decir, con la colectividad-, la vida social sería imposible.

Y dicho esto, me recomendó leer, como práctica ejemplar, un cuento de Chejov que deja el tema clarito, valiéndose de una simple tuerca. Y sin más me colgó el teléfono porque sus buenas intenciones le pedían no perder más el tiempo conmigo e irse a tomar un buen café con churros tan ricamente.

Fui escopetado a mi biblioteca a repasar el cuento de la dichosa tuerca que, por cierto, calcó Pablo Iglesias para su televisión. La historia, publicada bajo el título de El malhechor, es muy breve y sencilla: un mujik -Denís Grigoriev-, con la mejor intención, robó una tuerca de los raíles del tren como «plomo» para su caña de pescar. Fue juzgado por imprudencia temeraria porque la sustracción de tuercas ya había provocado antes descarrilamientos y muertes. La cosa es clarísima para Chejov, para mi psicólogo y para mí: una cosa son los hechos y otra las buenas intenciones.

Esto, al parecer, no lo tienen tan claro el Gobierno ni los socialistas que lo apoyan. Una simple cuestión crematística: nunca sacan a la luz los peces que se llevó el mujik, ni los que se llevan en la actualidad quienes van a pescar, cogen la tuerca del primer lugar que les viene en gana, y argumentan lo mismo que Denís: «Nosotros usamos las tuercas como plomo de pescar», y nada más. Da igual que la tuerca valga para la mesa de negociación con los independentistas, los indultos, devaluar al Constitucional, ocultar los muertos, o para destruir la Justicia.

Su modus operandi es sencillito: pescar lo que se pueda, llevarse el pez en el serillo o envuelto en periódicos, y en el camino de vuelta hacer acopio de tuercas de repuesto para la próxima excursión. Todo sin malas intenciones, claro. De este modo tan auténtico -«¡No va a ser para jugar a las tabas!», reconocía Denís con desparpajo al juez-, el descarrilamiento de una sociedad y de un país está servido sin que ellos tengan la culpa.

Pero los hechos son inapelables. Si quitas las tuercas de las leyes, de la Constitución, de los poderes del Estado, y de las reglas del juego democrático, quiere decir que el tren, seguro, descarrila con las mejores intenciones. Esto lo sabe hasta el mujik del cuento: «Eso lo entendemos… No quitamos todas… Dejamos algunas… No lo hacemos a tontas y a locas… Lo entendemos…».

Acabáramos. Pero al juzgar sólo las intenciones -como hizo el Tribunal Supremo con la tuerca de los golpistas catalanes cuya intención mutó en «ensoñación»-, hay que concluir que, teóricamente, esas intenciones serían buenas. Por esto mismo, y llegados a este punto del desguace selectivo de tuercas, los hechos son un serio hándicap para las vías del tren y para la sociedad. ¿Qué hacer? Lo lógico es concluir que aquí lo que sobra es la Justicia. Y como la duda ofende, así lo certifica Denís ante su condena injusta por una tuerca: «¿Cómo? ¿A la cárcel? ¡Señoría! No tengo tiempo, tengo que ir a la feria. He de cobrarle tres rublos a Yegor por el tocino».

O sea, que las intenciones van por un raíl, y los hechos descarrilan por otro. El cuento es perfecto, aunque nunca lo leyera el Denís desgreñado de entonces o el Sánchez galán y holigudiense de ahora: ni tienen tiempo ni falta que les hace. Pero nosotros sí.

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