2017
EL SÁBADO fue 1-O. Con O de octubre, no confundir con el resultado, algo exiguo, de un partido de fútbol, con la victoria del equipo local. Uno de octubre. En Cataluña. Un asunto sobre la igualdad y la libertad. Las de verdad. Así que ni la izquierda ni Amnistía Internacional dijeron nada. Y eso que se trataba, de modo elocuente, de una fiesta de sacrificio de charnegos. Al menos en sus derechos humanos, ya ni siquiera constitucionales. Una nadería, ya saben, un ritual tribal para entresacar los puros de los impuros, por cuestiones territoriales y de acento. Cosa de poco.
A mí no me cogió tan mayor, y mucho menos de improviso. Cuatro décadas antes ya se estaba preparando aquella pasarela fashion separatista y supremacista de 2017. También es cierto que solo la inconsistencia de Mariano y Soraya favorecieron la puesta en escena del nacionalismo ampurdanés. Cuatro décadas antes yo era, allí, un chaval de barrio impuro. No hace falta que me cuenten demasiado.
Es cierto que entonces el socialismo (sea esto lo que sea), no había hecho tan buenas migas con los separatistas, aunque nunca han dejado de cortejarse mutuamente. A los nacionalistas siempre les ha interesado para tocar pelo en Madrid, y a los de la rosa para superar algunos complejos de inferioridad que no se absuelven solo con catalanizar el nombre y los apellidos que en el Registro Civil sí que terminan en vocal, o el lugar de nacimiento real, el del DNI.
Para quien nació en la antigua Corona de Aragón y es castellano por sangre y temporalidad, chirría y cómo, esa catalogación supremacista de las comunidades autónomas (¿derechos históricos?), que en realidad tan sólo tuvo en cuenta población (votos) y pujanza económica. Y disparos en la nuca.
Va siendo hora de que quienes se sientan arrinconados, y no por coacción sino por la evidencia de las exigencias mínimas de libertad e igualdad, sean los que pretenden resucitar los gulags territoriales en los que priman sus claves de matonismo y sus códigos de segregación.