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Javier Pérez Andrés

Árbol de grandiosidades

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ME DIJO un día Jiménez Lozano que la infancia era el tiempo feliz de la vida. Y busqué en la mía la razón de su ocurrencia. Descubrí que, por muchas lágrimas y suspiros, solo se enquistan los retazos dulces. Y la fantasía. De mayorín, se revuelven esos destellos del pasado. Fui un niño que jugaba en otro patio. Una mezcla de Senderines, siempre con luciérnagas en las manos, y un Shanti Andía que aún vive en Luzaro y mira a la mar, a la puesta del sol, buscando navíos entre la bruma. Y así me pasaron los años con sus veranos. Entre Baroja y Delibes. Y ahí me ando. Destapé con sorpresa el frasco de los conjuros y desvelé los secretos de la cigüeña, los Reyes Magos, el ángel de la guarda, el Ratoncito Pérez y lo del padre de mi vecino, que nunca estaba. Y el por qué mi madre reía menos que las demás madres del pueblo.  Pronto descubrí que nada de lo que me aturdía y maravillaba se ajustaba a derecho. Era un chiguito de esos que escuchaba atento y mucho a los mayores. Un asiduo de los filandones que por aquellos praos llamaban ‘deshoja’. De aquel tiempo conservo intactos los trinos y cantos del romance de Los Pajaritos que me contara y cantara mi abuela Teófila. Solo compite con aquella vocecita sabia de culta maestra el temple sonoro de la voz de Joaquín Díaz. Aquella historia me fascinaba y aprendí entusiasmado el relato de aquel milagro que a la edad de ocho años celebró el santo niño Antonio… Su padre era un caballero cristiano, honrado y prudente… y así 135 versos con alas.

Estos días de pandemias, holocaustos venideros y calamidades en primer tiempo de saludo, me he puesto a zarandear la máquina del tiempo, a mover las agujas del reloj a lo loco y me he plantado en 2050. Licencias de la literatura. Y recordaba aquellos días felices en casa encerrados, saliendo a la ventana entre risas, escuchando a los músicos que tocaban en los balcones y me veía aplaudiendo desde las ventanas a la soledad de la calle, jugando con mis padres, sintiendo a mis vecinos, añorando a mis abuelos…y preguntándome qué les pasaba a los mayores que se escondían con nosotros. Fuera estaba el árbol de grandiosidades en cuyas ramas se posaban libres los gorriones y las golondrinas, las tórtolas y las perdices en aquel feliz verano del año del virus que tantas desgracias nos trajo después.