Diario de Valladolid

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ES tiempo de desenterrar los secretos de la arena de la playa. Cuánto coral tamizado, cuánta roca minuciosamente erosionada hasta la última expresión, un granito que se reproduce en mampostería minúscula prodigiosa y, todos juntos, tejen esa alfombra que sacude la ola en eternas mareas. Que nunca se agota y nunca se va. A cientos de millas de distancia, cuando el bronce de la piel se ha desteñido, no sé cómo, pero siempre, siempre, se cuela un grano oculto en la ropa, escondido como una telescópica garrapata en el asiento de atrás, en el fondo un bolsillo. Les hay que anidan en las páginas de ese libro cuya lectura a la sombra nunca acabaste.

La playa da vida… Y muerte. La mar escupe pertrechos de barco y basura. Y riza la tragedia con las olas asesinas, la del náufrago, la del bañista intrépido, la de esos pobres marinos y pescadores. La de las pateras que ahogaron el sueño de libertad de su aterrado pasaje sin vuelta. A todos los vomita el mar cuando se enfurece. Ahí no entro ahora, que duele. Esta vez prefiero quemarme la planta del pie al mediodía de un agosto cualquiera. Hoy me refiero a la playa convertida en gran terapia grupal. A ese lugar de reposo, de relajación, de tranquilidad buscada y de escondite de amores. Cada cala, cada ensenada, cada rincón perdido en la bahía guarda secretos, tantos como pies humanos que las pisaron. Despertar sintiendo la arena en tu cuerpo es como una profecía. Quién no se ha rebozado en ella, quién no se durmió en su lecho y quién no ha escrito sobre ella un nombre, un deseo, un pensamiento.

Y cuántos hemos cerrado los ojos con la manos hundidas buscando la humedad del fondo y hemos soñado en la misma arena, en la misma playa, y escuchado la orquesta de las olas de fondo.

En la playa el tiempo no pasa. La arena permanece. La otra tarde, en la playa, volví a cerrar los ojos y escribir su nombre. Al abrirlos, la vi caminando despacio sobre la orilla. Era ella. La que me enamoró en el verano del 68. Guardo un frasco de cristal con su arena. Llevaba el mismo bikini verde. Era ella. Me sonrió y se perdió en la bruma. Se la tragó una ola. De regreso, busqué el frasco de cristal en mi desván de los recuerdos. Estaba vacío. Se evaporó su arena. Pero nunca olvidaré ni su nombre ni su silueta andante con aquel bikini verde con flores estampadas.

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