Diario de Valladolid

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MIENTRAS se suceden los días entre la rebelión y la desobediencia (por cierto: los que ahora sostienen que no hubo violencia en Cataluña crearon unos juzgados, llamados de violencia, a los que se aboca a gente desde por un hecho gravísimo hasta por un piropo mal vocalizado), el deber cívico y ético impone, cada vez más, a promover la búsqueda de un espacio en el que transitar con la coherencia de los propios actos.

No está muy claro dónde se separan lo individual y lo social, lo propio y lo ajeno, lo mío y lo nuestro… No es fácil adivinar esa división, pero se me antoja cada vez más necesario encontrar, y crear, ámbitos en los que no se difumine el perfil singular de cada ser humano, cuestión cada vez más ardua ante la avalancha de impulsos que forman grupos, conjuntos, masas, avalanchas y eso que llaman colectivos (cuya nomenclatura ya es un aviso de pérdida irreparable del sentido de singularidad individual).

Una persona sola es vulnerable. La (buena) compañía es fuente de bienestar, la posibilidad de crecimiento y enriquecimiento ético y cultural… Necesaria para aprender a vivir, y para acostumbrarse, a través de los demás, a entender y aceptar las limitaciones y los errores; imprescindible, también, para afrontar las decisiones que han de tomarse, pese a todo, y pese a todos, y que tal actitud no suponga un (injusto) aislamiento. Todo esto es cierto.

Y tan cierto resulta, y cada vez más evidente, que existe un riesgo concreto, y denso, de que cada persona se vea difuminada y disuelta en los innumerables, y tantas veces inconscientes e involuntarios, ritos y movimientos de nuevo y cibernético cuño.

Depender, todos dependemos de alguien y de algo. En algún sentido eso es así. Lo grave, es que la (in)dependencia desvirtúe el ser único. Depender es una realidad, pero depende de qué y de quién. Y, ante todo, para qué. El precio es la libertad. Algo cada vez más notorio, y que no lo conjura ni el Jarabe de Palo del oscense Pau Donés.

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