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ANDA el gentío absorbido y ensimismado en la búsqueda de los Pokémon Go, a la caza de los muñequitos, que aparecen igual en una zapatería que en el aparcamiento de un cuartel de la Guardia Civil. Con el móvil en ristre todo quisqui se ha convertido en espontáneo cazarrecompensas, ávidos acumuladores de un bestiario virtual que no debe tener otro motivo que suplantar al aburrimiento del personal.

Con no menos compulsión que los adictos a estos jueguecitos que reducen el mundo y el ocio a las pulgadas de una pantalla, Rajoy se afana por completar los cromos que le faltan en su álbum para ser presi, que mola mucho y se puede fardar mogollón con los colegas. Fardar no, lo siguiente. Lo siguiente porque sin ser muy, lo que se dice muy inteligente, ni poseer un catálogo lo que se dice un amplio catálogo de habilidades sociales, quizá siga siendo el sheriff del poblado hispano.

En las primeras operaciones en las Cortes, Rajoy no ha demostrado gran exquisitez a la hora de buscar apoyos, pues los pactos con quienes quieren romper el tablero no parecen muy adecuados si se trata de poner en orden las fichas para poder empezar la partida. Hay actitudes en las que la pulcritud es síntoma de dignidad, pues su exigencia impide infecciones en los órganos vitales de la ética.

Pero la dignidad no vive sus mejores momentos. Las ideologías y el apego al poder y sus anexos se esfuerzan por tomar decisiones de orden práctico e interesado, siempre, eso sí, bajo la inmaculada presentación de un lujoso papel de regalo. Bombas éticas en envases de pastelería.

Para contrarrestar esta corriente, o como consecuencia de ella, los políticos proclaman que dignifican todo: una fosa de represaliados, una cabalgata variopinta o una romería de mineros.

Dignificar es creer que la dignidad se regala, y eso es una ofensa para todo ser humano que es digno (cuando se es) sin que nadie se lo recuerde. Dentro de poco dignificarán a los Pokémon. Tiempo.

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