Diario de Valladolid

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HAYquienes van recordar a sus muertos allí donde están enterrados sólo una vez al año, coincidiendo precisamente con estas fechas. Todos los santos. Todas las almas. Todos los recuerdos. En mi caso, voy a visitar las tumbas de los míos a menudo. El diálogo nunca interrumpido con ellos me ayuda a resistir y a tomar decisiones, pero sobre todo a averiguar lo que es importante de verdad en cada momento. Delante de la lápida de mi padre, la fecha de su nacimiento allí escrita me hizo recordar una de las historias que él siempre contaba sobre su infancia: siendo muy niño acaeció la terrible gripe que diezmó tantos pueblos y familias, incluida la suya propia, y parece que aquel rapaz correteaba solo por las calles vacías de su aldea natal, en los Picos de Europa, sin poder ver a nadie durante horas.

Cuando acababa de narrar aquella imagen poderosa, había pasado de hablar en castellano al bable, casi sin que se notara. Y yo nunca he dejado de ver a mi padre como un niño en un mundo deshabitado de casas y ganados sin pastores. Un niño que luego tuvo que dejar sus montañas para estudiar en Madrid, donde andando los años le sorprendería la guerra. Una guerra feroz que volvió a dejar sin gente plazas y ciudades. Una guerra a la que sobrevivió de milagro como con cierto talento para la narración solía contar. De hecho había soñado con ser novelista cuando era joven y se había inventado un seudónimo: Raúl de Santujini.

Luego tuvo que recorrer ya terminada su carrera los montes de Zamora y Valladolid. El niño solo era ahora el planificador forestal que repoblaba con árboles las extensas superficies rasas y desoladas que quedaron tras la guerra. Mi padre pertenecía a ese tipo de hombres que, plantado de pie en una llanura o un pinar, podía pasarse horas mirando al infinito, como si más allá del cielo y del horizonte fuera capaz de escuchar algo que los demás no oíamos: algo así como el grito del mundo.

Hace años que murió. Y sigo viniendo a su tumba, pues desde que lo hago siento menos «miedo de morir cuando me acuesto solo». ¡Gloria a él!

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