Mucho cuento

NINGÚN RELEVO mensual tan literario como el paso de octubre a noviembre, aunque estos días de tránsito perdieran los aguinaldos narrativos de las Cajas, que antes de la ruina hicieron mudanza para llamarse entidades de ahorro. Nos queda para aliviar el quiebro hacia el invierno el memento teatral del Tenorio de Zorrilla y la nostalgia de aquellas jornadas con la hucha repleta. La afición de los montepíos al cuento tiene más que ver con la etimología que con otros vínculos difíciles de explicar. Cuento procede de cómputo y contar historias o billetes, aunque parezca mentira, disfrutan de la misma paternidad. Así que tranquilidad.

La tradición del apoyo de las Cajas al cuento se remonta a mediados de los años sesenta, cuando la Confederación de las Cajas de Ahorro Benéficas puso en marcha la Hucha de Oro, un concurso que en su primera edición de 1966 ganó el malogrado José María Sanjuán. De aquellos tiempos de recomendaciones y tío pásame el río arranca la tradición de tres concursos narrativos de prestigio, vinculados a Cajas de aquí: el de León, el de Salamanca acogido al patronazgo de Unamuno, y el Jauja, que convocaba la Provincial de Valladolid.

Los cuentos del Jauja los agrupó Pinciano en un volumen antológico de pastas verdes, mientras los de León se iban publicando en preciosos cuadernillos ilustrados por artistas de allí: Manolo Jular, Vela Zanetti, Zurdo, Llamas Gil, Calzada, Eloy Vázquez y así. El primer octubre leonés reunió relatos de Umbral, de Luis Mateo Díez y de Torbado, que sería Hucha de Oro veinte años más tarde con El resplandor del invierno. A partir de 1981 el galardón leonés pasó a llamarse Emilio Hurtado, un médico que presidió el montepío, y se destinó a libros de cuentos, que primero los publicaba en lote (ganador y dos finalistas) Bruguera y luego empezaron a salir exentos e inadvertidos. A esta tanda pertenece El amigo de las mujeres (1992), de Gustavo Martín Garzo. Más tarde, el premio se hizo bienal y pasó a llamarse Caja España, hasta que la ruina quebró su mástil.