Diario de Valladolid

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QUE la vida permite muchas maneras de entenderla, de concebirla y de contemplarla es evidente. Tantas como personas existen. Un pequeño ejemplo, baladí, o quizá no tanto, es el que se desprende de la actitud de los empleados de limpieza de un museo de Milán, que retiraron, como basura, lo que era, o al menos como tal estaba expuesta, una obra de arte. Bien es cierto que lo allí colocado eran los restos de lo que podría considerarse una fiesta de barrio, con sus botellas, banderitas colgantes, etc.

Algo similar pasó, hace años en el Guggenheim bilbaíno, cuando unos cuantos pares de zapatos, apilados en un estudiado desorden, fueron a parar al contenedor por el celo de la limpiadora del museo. El asunto de Milán, además, sugiere que a los ojos de quienes allí trabajan no resulta extraño que alguien monte un botellón en una de las salas.

Lo que para unos es arte, y negocio, para otros es un estorbo, los restos de una juerga o el olvido de un grupo de japoneses de su calzado, que decidieron amontonar para hacer más cómoda y hogareña la visita.

Y la diferente comprensión de las cosas pequeñas, o de aspectos intrascendentes de la vida, también puede aplicarse a las claves de la existencia humana, a elementos cruciales en las decisiones que marcan el sentido, o todo lo contrario, de cada biografía. El valor que se da a la propia vida humana, ya desde su concepción, está entre las cuestiones que determinan una tendencia inicial, básica, sobre cómo se afronta la existencia. Y desde luego no es necesario acudir a adscripciones religiosas.

Se entiende la vida como se afronta la muerte. Y se afronta la vida como se entiende la muerte. Lejos de infantiles concepciones de una eternidad producto de una impresora 3D, entender la existencia como un mero discurrir biológico tampoco parece muy razonable.

La visita al cementerio, o el recuerdo cariñoso a quienes nos dieron la vida, un vistazo a ese árbol familiar en el que nuestra rama actualiza hojas y frutos, son gestos de sinceridad y conciencia para con uno mismo. La humildad obligada ante un viaje perecedero.

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