Otra ruralidad

NO SUELO hablar aquí de las películas que veo, pero recientemente fui a ver una que recomiendo a mis cómplices lectores: se trata de La familia Bélier, de Eric Lartigau, de cuya proyección –además– me enteré por indicación de mi hija de 9 años. Y, debo aclarar, no es de dibujos animados, ni de la factoría Disney, ni de esos films supuestamente «para niños». A ella –sin embargo– le encantó y a mí también.

No voy a contar ni siquiera intentar resumir su argumento, sólo me referiré a dos cosas de esta película francesa que llegan a tocar la sensibilidad más profunda del espectador: la primera es el canto –que podría considerarse pasado de moda– a la importancia de ser fiel a eso que antes se llamaba «vocación». A través del dilema personal de su protagonista, una muchacha de 16 años que empieza a buscar su senda y lugar en el mundo, revivimos esa disyuntiva que todos hemos experimentado alguna vez de tener que elegir entre las querencias u obligaciones familiares y el no traicionar las posibles capacidades que uno tiene de ganarse la vida haciendo lo que le apasiona. En este caso, la música; los sonidos que salen de la garganta de esa chica que vive entregada por amor a la familia de sordomudos de la cual es el único miembro que oye, habla y –para más contraste simbólico– canta maravillosamente.

El segundo tema poco usual en películas europeas es el de la reivindicación nada mitificadora pero firme de la vida contemporánea en el campo. Lejos de bucolismos o snobs neorruralidades, se trata más bien de mostrar –mediante la cotidianidad de un pueblecito francés amenazado por el falso progreso global– que la vitalidad de las pequeñas localidades rurales puede ofrecer un fondo de recursos ante la crisis comparable al de las urbes. Y ello resulta creíble en Francia, pero no tanto en Castilla y León donde cuesta imaginarse que una muchacha del medio rural pudiera recibir la preparación musical necesaria para prosperar cuando ya el mero hecho de permanecer y sobrevivir en un pueblo resulta bien difícil.