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SE CUECE en Semana Santa el guiso de la existencia desde nuestra cultura, social y espiritual, con el aliño imprescindible que convierte los instintos en un manual de propósitos, y en sus contrarios. Axiología y biología.

La supervivencia, impulso de creencias y eximentes en su versión de legítima defensa, en un paseo ritual, encapuchada la cara y los motivos, como esa fe irrenunciable que debe incluirse en el equipo de campaña cotidiano, emerge entre velas y tallas expresivas.

Contemplo la vistosidad barroca de los atuendos de una banda de cornetas y tambores, aún sin su dibujo de formación militar, mezclados los instrumentos y las conversaciones, tras un ábside robusto e incotestable, en cuya base se esconde una puerta junto a la que se apoyan, sentados en el suelo, dos mendigos.

Ellos son los habituales, con plaza en propiedad en el arrabal del templo, que hoy comparten con los fijos discontinuos de una banca rumbosa y elegante, con gorras de oficiales de postín.

Cada instinto, pienso, tiene su contrapartida. El que peor sale parado es el de la supervivencia, si nos atenemos a su versión de pura biología, de existir o dejar de hacerlo. En otras modalidades, la cosa cambia. Y se pone interesante.

Para alguien con dos dedos de frente, sea indigente sentado a las afueras de un templo, o músico ocasional en banda rimbombante de tocados ostentosos, vivir no debe ser meramente sobrevivir. O al menos debe ser que deje de ser mera salvación de no estar vivo.

Resucitar tiene su máxima plenitud cuando sucede en vida. Abandonar el miedo sepulcral al cambio, a la evolución sensata y enriquecedora.

Ahora que tanto se alude a la expresión de zona de confort (afortunadamente ya casi no se oye la cursilada de reinventarse), la reflexión debe acompañarnos en una sereno paseo por los prejuicios y los clichés y las respuestas (y preguntas) automatizadas, para creer, aunque sólo sea como metáfora, que la eternidad acompaña al gesto sincero que sabe renacer.

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