Diario de Valladolid

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POCOS PONEN en duda que la importancia política, económica y guerrera de un pueblo ha ido generalmente de la mano con su influencia cultural sobre otros en la historia que conocemos. De hecho, tal conexión viene a dar cierta cobertura conceptual a que se siga utilizando esa vieja estrategia, muy empleada por griegos y romanos en el mundo antiguo, según la cual la conquista de otras tierras estaría justificada porque era una forma de llevar la civilidad a quienes vivían en la barbarie. Y lo mismo cabe decir de las ideas y estructuras impuestas desde el reino de Castilla al otro lado de los mares.

En nuestra contemporaneidad, la colonización cultural se lleva cabo en buena medida desde la televisión. Y, así, la profusión e incidencia de las series norteamericanas durante las últimas décadas ha supuesto algo más que un acompañamiento estético a la preponderancia de los EEUU en buena parte del planeta. Sin embargo, hace ya un tiempo que las series que «ponen» en TVE por las tardes son de productoras austro-alemanas. Ignoro si ello se debe también a un «cambio de ciclo» o a que la televisión pública haya tenido que comprar esas películas como factor integrante de un acuerdo político-económico más amplio. No deja de ser interesante el giro, en todo caso: hay en estas tele-series poca o ninguna violencia si se las compara con las norteamericanas; a menudo las historias que cuentan –casi siempre de índole romántica o conflictos familiares no demasiado graves– ocurren en idílicos paisajes del centro o norte de Europa, si no en antiguas y exóticas colonias europeas; los interiores de las casas son encantadores cuando no decididamente fastuosos; los personajes que aparecen suelen ser –tanto ellos como ellas– ricos por familia y/o emprendedores de éxito.

De cualquier modo, y más allá de las elucubraciones que podamos hacer respecto al significado último de esta alternancia de colonialismos televisivos, en algo hemos salido ganando: con estos apacibles relatos se duerme mucho mejor la siesta...

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