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YA SUBIDOS al estribo del año electoral y con el trasiego que nos espera, el que no se acabe hartando, se va a marear. Además que ahora las elecciones ya no se viven por aquí como antes, cuando siempre ganaban y perdían los mismos. Había un reparto de papeles perfectamente establecido, según el cual unos explicaban las derrotas de mimo, mientras los otros se las veían y deseaban para auparse como jefes de la banda triunfal. Porque a las mieles se apunta de todo: ministros, diputados, alcaldes y hasta varios presidentes de Diputación. El panorama cambia cuando lo que se atisba en el horizonte no son presagios de gloria. Así que unos andan con la mosca y los otros con el muermo.

Un año de elecciones sucesivas y escalonadas no puede convertirse en una temporada sabática, durante la que se devalúa la imagen institucional y se triza el compromiso adquirido con la sociedad, que no votó a ventrílocuos de consignas partidarias sino que eligió a personas cabales y capaces para gestionar su Ayuntamiento o su Comunidad. Y la responsabilidad incluye tanto al gobierno como a la oposición, cada cual en su papel, que nadie está ahí gratis. Conviene recordar que la administración en ningún caso concurre a las elecciones. Y tampoco vale que acudan todos a una, porque cada rango tiene sus urnas.

Este año tocan municipales, autonómicas y generales. En dos tacadas, de primavera y otoño. Y a quien no se examina, lo que le corresponde es trabajar más y florear menos. Lo digo porque resulta feo que el titular de una institución se exprese públicamente en términos sectarios sazonados con sal gruesa.

Ya se tolera y financia la algarabía de cada cual durante su propia cuarentena electoral, cuando tiene limitado el ejercicio del poder. Aunque ni siquiera entonces debieran disculparse determinados excesos. Pero que responsables institucionales saquen a vociferar su disfraz de charcutero, debiera estar castigado. Al menos, con una sanción moral, de las que no llevan pena pero son las que más duelen.

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