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¿QUÉ SERÁ de las cenizas de Excálibur? No la espada del rey Arturo, sino –ya saben– un perro casi mítico también cuya inocencia sacrificada conmovió a medio país sólo hace unas fechas. Un perro que se quedó donde le habían dicho sus amos, confiado en su casa, asomándose atónito al balcón desde el que veía a sus inesperados seguidores jaleándolo. Excálibur.

Buen nombre para un animal que, como la espada del ciclo bretón, debería vencer después de desaparecida y olvidada.

Porque si no, y por lo que hemos ido sabiendo, su muerte sería inútil, puesto que no existe apenas duda de que resultó absolutamente innecesaria. ¿Cuál fue el motivo de que se le matara entonces?

Probablemente se trató más de una estrategia tranquilizadora, de un gesto político, ya que no parece –por su desproporción evidente– una medida respaldada ni sostenida por la ciencia. Al fiel Excálibur se le podía aislar, vigilar, poner en cuarentena. Nunca matarlo.

Pero vivimos en un país donde la muerte arbitraria de un animal sigue siendo a menudo motivo de regocijo y fiesta colectiva; donde a los perros que ya no sirven para su cometido, como los galgos, se los ahorca en los pinares de Castilla sin casi reacción por parte de las autoridades y cabría decir que sin remordimiento alguno de la mayoría de la sociedad; donde se acepta sin rechistar que los munícipes recurran al aniquilamiento indiscriminado de animales más bien inofensivos como primera medida de salud pública.

Con esos antecedentes de tantas palomas, gatos o perros exterminados no era de esperar que la vida de Excálibur tuviera futuro.

A los que piensan que Excálibur nada más era un perro les digo: la actitud hacia ese «otro cercano» que es cualquier mascota revela, por paradójico que ello les resulte a algunos, un baremo que marca inexorablemente cuál es nuestro verdadero nivel de civilidad.

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