Diario de Valladolid
Publicado por
Javier Pérez Andrés

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Durante muchos años cuestioné aquella célebre respuesta que habitualmente se esgrimía cuando preguntabas cómo eran la cocina o los platos de tal o cual restaurante. Confieso que me repateaba escuchar aquello de «mi cocina se hace con amor, con mucho amor». Y el caso es que ni Cupido rondaba el comedor, ni los platos de la cocina y la limpieza del local eran tan amorosos. Faltaba definición. No había datos, jugábamos con tópicos y grandes titulares en las cartas, pero vacíos de significado.

En aquellos tiempos, en los que uno era más transigente por principiante, me extrañaba que no me hablasen de la técnica, es decir cómo elaboraban, cocían, freían, gratinaban y horneaban, de dónde venían los alimentos y cuál era la verdadera receta tradicional que tantas veces endosaban a una abuela que debió tener miles de nietos, a juzgar por la de comandas que la dedicaron.

Hoy, después de haber comido en más de 2.000 restaurantes en mi región durante los últimos 25 años y teniendo que visitarlos para llevar un plato de garbanzos a mi casa, he llegado a una conclusión y es que lo único que importa en un restaurante es ese equilibrio entre la sonrisa, el oficio, el precio, los guiños locales y, por supuesto, la regularidad sobre todos aquellos que pasan el cuarto de siglo en el mismo lugar, evolucionando con los tiempos.

Bien lo han tenido que hacer para mantenerse, que no es poco. Pero, en ocasiones, descubro que en lo de la cocina con amor hay algo de cierto. Las parejas enamoradas defienden las comandas mucho mejor y cuando el tándem, indistintamente, se salda entre la sala y la cocina, el negocio está bien planteado. Y aquí sí que hay amor del bueno al oficio.

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