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Publicado por
Redacción de Valladolid
Valladolid

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Cada vendimia que pasa, el sector vitivinícola se regenera. Cada campaña, nuevas bodegas abren sus puertas y el horizonte se llena de grúas que anuncian nuevas ampliaciones. Lo cierto es que desde hace casi 30 años, cada añada que pasa nos van mejor las cosas. Más bodegas, más viticultores, más puestos de trabajo y fama y gloria en los mercados del vino, donde las 750 bodegas de Castilla y León se baten el cobre para vender sus vinos, que nos permiten hoy mantener un paisaje cultural que muchos dábamos por perdido en el último cuarto del siglo XX. La historia reciente del vino de esta región y de sus denominaciones de origen, clave y fundamento de nuestra vitivinicultura, está bien escrita. Podemos estar orgullosos. Pero todo esto no es suficiente si no sabemos discernir entre los distintos capítulos de esta benigna historia. No entro en las cualidades ni en las calidades de los vinos que, por supuesto, como el valor en el ejército, se les supone. Ni tampoco voy a entrar en el cachondeo de la prescripción que eleva a los altares o baja a los infiernos una etiqueta sin percatarse la mayor parte de las veces en lo que hay detrás. Y ahí es donde está la verdadera historia de un vino y de una bodega. Es fácil detectar ese perfil de autenticidad. Hay nombres propios detrás, pueblo con tradición, raíces familiares, compromisos personales sobre el terreno y las puertas de las bodegas abiertas. Ahí están las mejores historias del vino. Nada que ver con esos edificios mudos, silenciosos y sin contacto con el entorno que fermentan en silencio solo para vender vino. Lógico, pero serán siempre vinos sin sangre de la tierra donde nacen. No me convencen las bodegas fantasmas.

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