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Publicado por
Javier Pérez Andrés

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Se acerca la Navidad y, con ella, el periodo más gastronómico del año. Algunos puristas lo pondrían en duda, pero tirando de las corrientes de opinión del momento -esas que hablan de sensaciones, diversión y fascinación por la arquitectura y el colorín en el plato-, no me negarán que durante este periodo todo un país festeja en la mesa con sintonía de villancico los platos de la Navidad. Desfilan pescados y mariscos, asados, carnes rojas y las últimas delicatesen llegadas del confín más remoto. Pero tal vez ahora más que nunca debiéramos desempolvar los viejos recetarios de principios de siglo: aquellos pescados rellenos, aquellas sopas de almendra, aquel cardo tan sabroso y los turrones y mazapanes. Os propongo un juego: que estas fiestas, cuando diseñéis los menús en familia, procurad echar un vistazo a ese libro de cocina con manchas de grasa -como debe ser- que ya apenas consultáis y decidíos a elaborar un plato de aquellos que os fascinaban de niños. No se trata de sentimentalismos; posiblemente sea solo un pequeño alto en el camino que durante todo el año nos lleva a la boca sensaciones, texturas y melosidades de las que somos incapaces de acordarnos a la semana siguiente. Y, por cierto, benditos langostinos que tanto placer han proporcionado a mi generación… ¡Ah!, y para aquellos que me acusen de poco original por la mención del popular crustáceo, os sugiero que probéis uno de los ejemplares de la familia: el litopenaeus occidentalis; lo podéis encontrar en una granja vallisoletana, todo un alarde de la acuicultura de vanguardia, muy cerca de Medina del Campo. Se trata de un langostino blanco del Pacífico, que crece, nace y se desarrolla en plena Meseta de Castilla, posiblemente el futuro del langostino y la garantía de que dejaremos de esquilmar los mares. No me negarán que el apunte del bendito langostino tiene su cola, su abdomen y su cefalotórax… ¡Ah!, con un buen aceite de oliva, una pizca de sal y una plancha bien caliente, son una pasada.