SORIA
Otoño en el ‘monte cano’
El Moncayo despliega en estos meses todos sus atractivos, desde los tonos cambiantes de sus múltiples bosques a su micología Y su historia
Pocas montañas significan más para sus pobladores que el Moncayo. Las cumbres que separan –o más bien unen– a Castilla y León con Aragón tienen su parte de mitología y de micología, de poemas romanos y de senderismo new age, de chacinas con nombre propio y de verdura de tradición árabe. Subir por sus laderas no es sólo un placer para los sentidos, sino también una experiencia en la que se mezclan el dios Caco con restos de aviones.
El dicho habla del ‘Moncayo, ladrón, que bebes en Castilla y riegas Aragón’, y lo cierto es que tiene dos vertientes bien diferenciadas. La aragonesa es Parque Natural y la soriana está en trámites para acompañarle. Desde esta última hay interesantes rutas rematadas de buen yantar al regreso. Beratón y Cueva de Ágreda son los dos orígenes más habituales para comenzar la marcha, aunque también hay quien opta por disfrutar varios días de las más populosas Ágreda (‘La villa de las tres culturas’) y Ólvega dejando el ascenso para alguna excursión puntual.
Cueva de Ágreda alberga desde hace pocos años el Centro de Recepción de Visitantes del Moncayo, lo que le convierte en un punto perfecto para imbuirse de historia e historias antes de subir. Allí, por ejemplo, se puede descubrir que la cueva repleta de murciélagos que da nombre al pueblo hunde sus raíces en la mitología griega. Caco tenía la mala costumbre de robarle ganado a Hércules, así que desde el Olimpo le cayó una montaña encima como castigo.
También se puede conocer la historia de un cazabombardero F-16 y de un Hércules C-130 (el nombre no deja de ser irónico teniendo en cuenta la leyenda) cuyos restos aún reposan en las laderas tras un accidente hace casi tres décadas. O el tapiz multicolor que se puede encontrar en otoño entre pinos, hayas, robles, pastos y roquedos. Aunque en este caso lo mejor sea subir y comprobarlo, eso sí, siempre teniendo en cuenta que la montaña exige precaución, preparación y materiales.
Desde Cueva de Ágreda hasta la cumbre del Moncayo, conocida como el pico de San Miguel, la ruta tiene 13 kilómetros. Existen otros atractivos como el circo de San Gaudioso, pero quedan algo más apartados. El primer camino se toma a la salida del pueblo en dirección a Beratón, donde un cartel indica el inicio de la ascensión.
Aunque este arranque ya se produce a 1.300 metros de altitud, todavía habrá que remontar 1.000 más por lo que la pendiente es notoria desde el primer momento aunque en todo momento es accesible con cierta preparación. Las marcas de los Grandes Recorridos confirman que es el camino correcto para ‘hollar’ la cima.
Poco después de avanzar entre el perenne pinar aparecerá el río Transmoncayo, un pequeño cauce muy útil para guiarse. De forma paralela aparece una pista forestal que hay que tomar, siempre siguiendo el curso del agua que se puede pasar de un salto mientras la vegetación comienza a cambiar, más aún en época otoñal. Las carrascas, los robles, los arbustos y la vegetación de ribera de pequeño porte convierte el verde intenso en tonos grises y dorados.
El camino está bien demarcado por el tránsito habitual e incluso en algunos tramos es ciclable. En otros, hay que ser un profesional del trial para poder avanzar, así que es más recomendable subir a pie. De hecho, poco a poco la senda se complica y un barranco acompaña al caminante.
Siguiendo por esta fractura se ve el nacimiento del Transmoncayo, lo que indica que se sigue la ruta correcta al igual que pasar cerca de los dos aviones siniestrados a mediados de los 80. Comienza entonces la parte más dura del ascenso, donde el desnivel y la altitud comienzan a sentirse. El propio barranco sirve de guía al caminante, por lo que es especialmente recomendable seguir los partes meteorológicos para evitar meterse en problemas graves en caso de que se forme una de las rápidas tormentas de media montaña.
Resguardados por las paredes de roca, los caminantes se enfrentan a uno de los tramos que más ‘pican’ hacia arriba. Un giro hacia la izquierda indica que la cumbre ya está cerca y la cruz que corona el Moncayo ya se antoja al alcance de la mano. En esos momentos se va perdiendo el resguardo y el viento, habitual en la zona, suele ser fuerte y frío. Lo idóneo es no fiarse de las temperaturas en el inicio de la ruta y contar con algo de abrigo, puesto que el secreto de los embutidos y curados de la comarca se mete en los huesos.
La última cuerda deja al caminante a 2.314 metros de altitud, en uno de los techos de Castilla y León. Si el día es despejado, al ser un monte ‘aislado’, las vistas son una lección magnífica de geografía. Hacia el norte, los Pirineos despuntan orgullosos; hacia el sureste, Urbión se yergue meciendo al Duero y abasteciendo a toda la Comunidad. A un lado, la Vieja Castilla. Al otro, el sonoro Aragón.
Tras la foto de rigor en la cumbre llega el momento de descender. Si todo ha salido bien, cinco horas después de haber comenzado el ascenso se llega de nuevo a Cueva, pero con la sensación de haber tocado el techo de Soria.