IMPERIALES ALONSO
Dulce para el paladar imperial
Ordoño Alonso es la cuarta generación de la confitería centenaria de La Bañeza que elabora artesanalmente este dulce con la misma receta con la que endulzó a sus paisanos en 1887
Nada más salir del colegio, Cecilia corre impaciente al obrador. Tiene cuatro años y dispone de su pequeño rincón. Se sube a una silla, toma un trozo de masa, coge la manga pastelera, unta los dedos en azúcar y empieza a chocolatear. Es el término que su padre utiliza para contar cómo ‘enreda’, encandilada con el negocio familiar. «Cuando sea mayor, te voy a ayudar a hacer tartas, papá», le repite con frecuencia a Ordoño Alonso su pequeña.
Él ya rondaba la veintena cuando le comentó algo parecido a su progenitor y ahora está a cargo de una confitería centenaria que es parte del patrimonio popular de La Bañeza.
Ordoño es la cuarta generación de Imperiales Alonso, que comenzó a endulzar a sus paisanos hace ya 129 años, en 1887, y que ideó aquellos dulces de almendra, huevo y azúcar, que dan nombre a esta empresa leonesa muy arraigada en esa tierra. Tanto, que popularmente los imperiales toman prestado su apellido y, en muchos lugares, los conocen como ‘imperiales de La Bañeza’.
Aunque ha pasado más de un siglo desde que la clientela probara por primera vez la receta elaborada artesanalmente, los años no han provocado que se queden anticuados. Continúan siendo la estrella indiscutible de una confitería que ofrece productos de siempre y otros de reciente invención.
Los imperiales despuntaron desde sus comienzos. En el año 1900, el bisabuelo de Ordoño, Emilio Alonso, el que comenzó esta saga confitera, ya ganó la Medalla de Oro de la Exposición Universal de París por sus genuinos imperiales.
Una vez, un cliente le contó algo a Ordoño de lo que todavía presume: «Existe el sabor dulce, el salado, el amargo y lo de antes. Lo que haces sabe a lo de antes».
Mantener ese concepto tradicional es la motivación que guía a la familia Alonso desde hace décadas. La esencia de aquel entonces pervive también en su particular envoltorio. Un papel de seda con una poesía sobre los zares que hoy todavía utilizan.
Precisamente, más de una regañina ha recibido Ordoño de su padre, Carlos, por no dar con la textura y el sabor apropiado de este dulce, en el que emplea la misma receta que su bisabuelo.
Seguir sus pasos conlleva cierta dificultad. «Parece sencillo porque son tres ingredientes, pero no lo es. Compro las almendras con piel, las pelamos a mano, las molemos y las mezclamos con el azúcar y los huevos, y llenamos las cápsulas manualmente una a una. Pero la temperatura no es la misma en julio que en octubre, ni la humedad... Unas veces hacen falta 18 minutos y otras, 14. No es algo rígido y hay que ir cogiéndole el pulso. Me ha costado y aun así nunca sale dos veces igual», confiesa.
Conservar la esencia de la tradición es su secreto, y, a la vista de las colas que de vez en cuando se forman en su puerta, funciona. Sobre todo en agosto, en fiestas del municipio, y en Navidad.
Por ello, por el valor que da a la entrega personal y al cuidado en cada paso, se resiste a automatizar procesos y continúa con la misma maquinaria que su padre. «Aveces me dicen que ponga una máquina y así no trabajo el ‘finde’, pero ya no sería igual. El secreto para aguantar es el mimo con el que llevamos tanto tiempo haciéndolo y el sacrificio que ponemos», explica.
Hace un tiempo, Ordoño recibió una llamada que refrenda esta posición. Una madrileña de 87 años quiso agradecerle que le hubiera «transportado a su infancia». Su nieta le llevó imperiales, igual que su padre hacía cuando ella era niña, él trabajaba en León y regresaba a su hogar en Madrid. «Saben igual que siempre», cuenta que le dijo. «Es lo mejor que me pueden decir», asegura.
El ejemplo más palmario de que los imperiales son la joya de esta empresa, que cuenta con cuatro personas en plantilla, es que en alguna ocasión el resto de estantes de la tienda –en la calle Astorga, 1, de La Bañeza– permanecían semivacíos porque había que elaborar estos dulces. «Son la prioridad. Si no había, teníamos que hacerlos porque los demandaba la gente. Puedes no tener una tarta, pero imperiales tiene que haber», comenta Ordoño.
En un trabajo en el que se mantienen las recetas de antaño, la innovación tiene un hueco discreto. Este confitero asegura que mantiene las mismas fórmulas artesanales en lo principal. «Lo que nos ha llevado a estar donde estamos es intocable».
En la parte de pastelería es donde más novedades incorpora, aunque matiza que «la gente, a veces, es reacia a probar cosas nuevas».
Junto con sus ya clásicos dominós, para Carnavales, o las pastas de San Blas, también originarias de la época de su bisabuelo, están los bizcochos de soletilla, las pastas caseras, las tartas o las empanadas de atún con almendras, bacalao con pasas y cecina con tomate.
Aunque los procesos no han variado, los métodos de distribución, sí. No sólo se circunscriben a su establecimiento. Los imperiales llegan a tiendas delicatessen y a confiterías de León capital, de
Gijón y de alguna localidad cercana. Incluso, por encargo, aterrizan en Galicia o en Andalucía.
La pequeña expansión de un negocio centenario. Ese, en el que cuando Ordoño era niño y se portaba mal, le tocaba echar una mano. «Cómo cambian las cosas. Si hacía alguna trastada, me decían ‘castigado al obrador’ y, fíjate ahora, voy con gusto. Es mi vida».