José Sacristán: «Todos coleccionamos vida, muerte, amor o dolor. Y todos somos coleccionados»
A sus 87 años vuelve este fin de semana al Teatro Calderón de Valladolid con ‘La colección’, su primer trabajo con Juan Mayorga, que escribe y dirige una obra sobre cómo miramos a la muerte, el legado que dejamos o el deseo de poseer
José Sacristán vuelve al escenario del Teatro Calderón, de viernes a domingo (19.30 horas), para levantar en Valladolid La colección, su primer encuentro con el aclamado dramaturgo Juan Mayorga, que asume también la dirección del espectáculo. Ochenta y siete otoños contemplan ya al veterano actor madrileño (Chinchón, 1937), que encabeza un reparto que completan Ana Marzoa, Ignacio Jiménez y Zaira Montes. Un texto estrenado el pasado mes de marzo en el Teatro de La Abadía; una obra que cuenta lo que ocurre cuando una pareja, Héctor y Berna, busca en Susana una ‘heredera’ que cuide la obra de sus vidas.
Pregunta.– Esta es una obra que da pie a reflexionar sobre el legado que dejamos, cómo miramos a la muerte, cómo construimos nuestras relaciones, cómo codiciamos lo que no tenemos... ¿Dónde ponen el foco?
Respuesta.– Está todo eso y más (ríe). Sí, sí. Aunque no quiero que esto suene a cajón de sastre. Juan (Mayorga) tendría que ser el encargado de explicar esto, pero lo hemos hablado muchas veces: lo que me parece más interesante de su postura es que somos depositarios de todo cuanto ha ocurrido antes, y no solamente en cuanto a obras de arte, sino también a vida, pulsiones, emociones... ¿A quién se lo dejamos? ¿Qué va a quedar de todo eso en nosotros? En definitiva, el objeto a coleccionar o coleccionable no deja de ser un pretexto para hablar de que todos somos coleccionistas de todo lo que tiene que ver con la vida, la muerte, el amor o el dolor; en fin, de todo lo que nos ocupa y lo que nos hace ser como somos. Y, al mismo tiempo, todos somos también coleccionados.
P.– No sé si su Héctor tiene la obsesión enfermiza que tenía el Freddie Clegg que hacía Terence Stamp en El coleccionista.
R.– No, no tiene ese algo enfermizo, pero sí hay unas debilidades en mi personaje. Es una sensación que produce la contemplación de la belleza y que no puede controlar. Tiene un poco del Bartleby de Melville.
P.– Dice su personaje que las cosas que reúnen le recuerdan la muerte y que su casa no la construyeron para vivirla, sino para acoger su colección. Como si fuera un mausoleo, vaya. ¿Se olvidan de vivir entregados a su misión?
R.– Es un punto de vista del personaje. Hay un encuentro que este hombre aprovecha, cuando aparece esta criatura en su casa, para sangrar por la herida. A diferencia del personaje que hace Ana, de su mujer Berna, que es un poco, digamos, la persona que es capaz de conseguir un equilibrio y que maneja mucho mejor la realidad. Si eso es una realidad o no, si la casa ha sido hecha con un fin, es algo que queda en el espectador; que saque sus conclusiones.
P.– Mayorga no da puntada sin hilo, como cuando Héctor dice que jamás dejaría que su obra cayera en manos de cualquier funcionario mequetrefe que decida ocultarla por inmoral. Una crítica a estos tiempos de piel fina.
R.– Claro, claro. Tenemos la piel muy fina; extremadamente fina.
P.– En ese sentido, no sé si una colección puede decirnos tanto de las épocas en las que fueron concebidas sus obras como de la época que la contempla, la juzga y, a lo mejor, la condena.
R.– Ambas cosas. Perdón por el ejemplo que voy a poner: aquellas películas que hicimos en su momento, con mi amigo Alfredo Landa, seguramente cuentan la historia de España más por omisión que por acción, pero no dejan de ser un vehículo donde uno puede sacar sus propias conclusiones de lo que ocurría en este país. Sin ningún afán historicista, por supuesto, pero es indudable que en lo que se contaba había algo que decía mucho de aquella sociedad, aunque ese no fuera el propósito.
P.– Para Héctor, la colección es ‘un arca en un diluvio de ruido’, algo que puede instruir al mundo, pero que no es necesario que todo el mundo vea. ¿Hay una crítica a una manera elitista de entender la cultura?
R.– Insisto en que en este hombre hay una necesidad de contar cuando conoce a la joven. Y, bueno, puede que tal vez no se ajuste del todo a una realidad, puede que no acabe de tener el foco muy bien puesto: cuenta lo que ve y lo que ve parece estar un poco desdibujado. Que cada espectador saque sus propias conclusiones. Lo que no se pretende es adoctrinar.
P.– ¿Hay generosidad o un vanidoso deseo de perpetuarse detrás de un legado como el que quieren dejar los protagonistas de Juan Mayorga?
R.– No lo sé. En este caso, alguien tuvo la sensibilidad, el coraje y el valor de juntar unas obras. Y eso tiene un sentido. El sentido es ese. Lo formidable es comprobar cómo, en un momento determinado, el coleccionista es coleccionado. Somos también objeto del interés de otros.
P.– ¿Qué sería digno de colección para José Sacristán, un cinéfilo empedernido?
R.– Tengo mis colecciones de cromos de cuando yo era crío, de cuando tenía 7 u 8 años. Álbumes de cromos de astros y estrellas de la pantalla. Y tengo mis viejos programas de cine, de los que daban para anunciar la película que iban a dar después. Eso lo sigo coleccionando. Y, en cuanto a películas, claro que sí: de vez en cuando vuelvo como un peregrino a Lourdes a Cantando bajo la lluvia, o a Siete novias para siete hermanos. Yo soy un devoto de Stanley Donen.
P.– ¿Hay en el acto de coleccionar una mirada nostálgica al pasado, un deseo de volver a aquel tiempo?
R.– No estoy en eso. Le aseguro que no. Lo que más celebro de llevar casi 70 años en este negocio es el estar haciendo ahora una obra de Juan Mayorga y el trabajar con jóvenes. Acabo de estrenar una película que he hecho con Rodrigo Cortés. Lo que sí es cierto es que, para mí, aquellos cromos y aquellos programas eran la forma de mantener la magia de lo que pasaba en la sala, porque no siempre tenías la peseta para ir al cine. Entonces, tener aquello en tus manos era un poco como tener a María Montez o a Tyrone Power allí en tu casa.