Aitana Sánchez-Gijón: «Aún hoy seguimos asumiendo el papel de grandes cuidadoras»
Regresa al Teatro Calderón para contar la historia de ‘La madre’, la caída al abismo de una mujer que, en la soledad del hogar, se siente traicionada tras años de entrega no correspondida
El escenario del Calderón se cubre este fin de semana (días 11, 12 y 13; 19.30 horas) de un gran vacío. Es el vacío de un frío hogar que se parte a la mitad, como atravesado por un rayo, y de una mujer cuya vida, tras años de entrega a su marido y a unos hijos que ya abandonan el hogar, parece ya carente de sentido. Aitana Sánchez-Gijón (Roma, 1968) es La madre, protagonista de la aclamada obra de Florian Zeller, que comparte escena con Juan Carlos Vellido, Álex Villazán y Júlia Roch. Dirige Juan Carlos Fisher.
Pregunta.– ¿Qué lleva a su personaje, esa mujer que ha entregado su vida al cuidado de los que la rodean, a ese viaje autodestructivo?
Respuesta.– Es un mecanismo complejo, pero desde luego que tiene un sentimiento de estafa, de ingratitud. Es consecuencia de una vida en la que ha renunciado a sí misma, como tantas mujeres a lo largo de tantas generaciones que han asumido ese rol de la cuidadora impuesto por una sociedad patriarcal. Aún ahora, cuando nuestras vidas han avanzado y cambiado a mejor desde hace ya tiempo, al menos en la sociedad occidental, seguimos teniendo este reflejo por el cual redoblamos esfuerzos y seguimos asumiendo el papel de las grandes cuidadoras. Cuando la vida te pone en ese lugar en el que hay una relación gastada, y los hijos se van del hogar a vivir sus vidas, entra ese vacío, esa sensación de que no se te ha devuelto todo lo que has dado. Y, en este caso, roza lo patológico.
P.– Cuando interpretó a Medea hablaba del dolor que provoca el amor. ¿Acaso Florian Zeller explora con Ana otra cara de ese dolor, una que al público quizá le remueva más porque cualquiera podemos ser el Padre o la Madre?
R.– Exacto. Zeller elabora una maquinaria compleja, obligando al espectador a meterse en la cabeza de Ana. Al mismo tiempo, muestra una serie de estampas de la vida cotidiana, que se repiten de manera rutinaria, en las que cualquiera se puede ver reflejado. En esas aparentes rutinas se esconde una bomba de relojería que acabará estallando.
P.– ¿Nos olvidamos de vivir y de preguntarnos qué queremos, entregados a la rueda del trabajo, de las obligaciones familiares?
R.– Sí se podría generalizar y verlo así, hacer una extrapolación y pensar que el hombre también se enajena, pero esta función va directamente al corazón de la entrega femenina, a sus entrañas.
P.– ¿Cuánto le pesa a esa madre joven el paso del tiempo, el temor quizá a no sentirse deseada? ¿De qué manera le puede marcar en su conflictiva relación con su hijo Nicolás?
R.– Por supuesto que le pesa. Hay un patrón en las sistémicas familiares, que psicológicamente está muy estudiado, por el que el hijo varón cubre en el alma materna las carencias que puede tener su relación de pareja. Es una relación edípica que ocurre también al contrario, entre el padre y esa hija de la que mi personaje habla con tanto desprecio, porque era el ojito derecho de él. Esas sistémicas van pervirtiendo los roles, de algún modo, creando relaciones que no son siempre sanas. Ana pone demasiado en su relación con su hijo, de forma asfixiante, delirante, chantajista. También se porta así con el marido. Hay una oscuridad muy grande en ella provocada por ese vacío. Es un personaje que no resulta simpático, es demoledora. Me gusta porque hay una parte en la que ella es víctima y otra en la que es ella la que hace por victimizarse.
P.– ¿Hay, quizá, un sentido de posesión en esa convivencia?
R.– El sentimiento de posesión en una relación es siempre negativo, es un binomio que no puede salir bien. El simple concepto de que posees a alguien es erróneo, desencadena rechazo, al contrario de lo que uno pretende.