exposición en revilla ‘vendiendo en la calle’, comisariada por Joaquín díaz
Un siglo de venta callejera
La Casa Revilla rinde homenaje a los vendedores ambulantes y al comercio de Valladolid con objetos y fotografías realizadas entre 1860 y 1950
Acceder a la planta baja de la Casa Revilla supone embarcarse en un viaje en el tiempo. La exposición Vendiendo en la calle, inaugurada ayer y comisariada por Joaquín Díaz, invita a realizar un nostálgico paseo por el Valladolid del siglo XIX y mediados del XX.
Por un Valladolid de comercios tradicionales de altos mostradores y emblemáticas fachadas y donde los gritos de los vendedores ambulantes rompían el silencio de calles y plazas al echar mano de proclamas sonoras que ofertaban las bondades de sus productos con el objetivo de atraer al mayor número de compradores. Un viaje nostálgico de hallazgos, añoranzas y de «melancolía», como ayer señaló la concejala de Cultura, Ana Redondo.
Un Valladolid de intensa vida callejera en el que los comerciantes conocían los gustos de sus clientes, la leche se dispensaba en vaquerías, los aguadores vendían agua a domicilio y los vendedores ambulantes voceaban pegadizas cantinelas. Al son de ‘Tanganillo caliente para el que no tiene dientes’, ‘Laurel para el chocolate’, ‘A perrines naranjones’ o ‘Torraínes calientes’ (churros), la calle bullía.
Un mundo en parte olvidado y prácticamente perdido que renace ahora gracias a esta exposición que reúne fotografías y grabados realizados entre 1860 y 1950 procedentes de particulares, de la Fundación Joaquín Díaz y del Archivo Municipal y que inmortalizan emblemáticos establecimientos como el Bazar Parisién, Hijos de Carnicer (que luego sería Justo Muñoz), Camisería El Louvre o Pantaleón Muñoz. Junto a estas imágenes, objetos de la época como romanas, balanzas, cestos de mimbre, jabones o juguetes de madera y hojalata.
«Vendiendo en la calle es un homenaje al vendedor ambulante, un guiño a la fotografía histórica que nos muestra mucho más de lo que en un primer momento se puede apreciar», señaló ayer Joaquín Díaz.
La exposición transporta al espectador a un Valladolid muy lejano y le permite imaginar el olor del pan recién horneado o de las delicadas obleas, del carbón y de las piñas apiladas en las carbonerías, escuchar el sonido de las carretas por las empedradas calles, los chiflos de los afiladores o las dispares proclamas de los tenderos. Los había con sitio fijo, los que servían a domicilio o quienes iban cambiando su ubicación. La Plaza Mayor, plaza del Ochavo, los soportales de Fuente Dorada. los mercados Portugalete, Val o Campillo...
Entre todos ellos, Joaquín Díaz resaltó el papel de León Salvador, un vecino de la Pedraja de Portillo «a quien habría que hacerle un monumento». De él se decía que viajó más que sus propias maletas. «Fue uno de los mejores comunicadores orales. Se recorría toda España para comprar relojes suizos que, en la mayoría de los casos no funcionaban. Luego los vendía con mucha gracia. Una vez, un cliente se quejó de que el reloj no funcionaba y le dijo, ‘yo hace mucho que me casé con mi mujer y no he podido cambiarla’».