Diario de Valladolid

11-S | VEINTE AÑOS DEL ATENTADO QUE CAMBIÓ EL MUNDO

Solo un trozo de hueso tras 20 años del 11-S

La última vez que se vio al burgalés Edelmiro Abad ayudaba a escapar a sus compañeros de la torre sur. Su familia fue de hospital en hospital para saber si sobrevivió al 11-S y seis meses después de la tragedia confirmaron su muerte al hallar un pequeño resto óseo / «Al principio, sentimos rabia. Sin confirmación, sin funeral, sin tumba»

Las Torres Gemelas. - EM

Las Torres Gemelas. - EM

Publicado por
Alicia Calvo
Valladolid

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En el último agosto de su vida, Edelmiro visitó feliz el pueblo burgalés que muchos años antes de emigrar le vio nacer y casi le vio morir. De niño «casi se ahoga» en un pozo. Salió de aquella para convertirse en un hombre «cabal, familiar», un trabajador incansable que ascendió al piso 97 de la torre sur del imponente World Trade Center, a miles de kilómetros de aquel apurado recuerdo de su infancia en su Moncalvillo de la Sierra natal. Pero el 11 de septiembre supo, para su horror, el de sus seres queridos de aquí y de allí, y para el del mundo entero, que su cita con la muerte era en Nueva York. Como la de otras 2.995 personas más.

Este burgalés de 54 años acudió esa mañana «con  la normalidad de cualquier día» a las oficinas de la compañía  financiera Fiduciary Trust Co., de la que era vicepresidente senior. En casa dejó a su mujer y sus tres hijas. Y en Moncalvillo, a sus padres, Ascensión y Jacinto, que se encontraban de vacaciones.

No tenían la televisión encendida. Recibieron una inquietante llamada de la hermana pequeña de Edelmiro, Victoria, alertándoles de que algo sucedía en una de las torres donde Ed trabajaba. No sabían si se encontraba allí, si ese primer impacto repercutía en su piso, ni cómo se encontraba. No sabían prácticamente nada.

Con el plato recién puesto en la mesa, Victoria «fue la primera en asustarse, se levantó espantada», recuerda su hijo Aitor, sobrino de Edelmiro, cuyo nombre vuelve a primera plana cada 11-S por ser uno de los tres españoles que perdió la vida en los atentados perpetrados contra EE. UU. por la red yihadista Al Qaeda hace hoy 20 años. 

Victoria marcó el número de su hermano. No hubo respuesta porque no hubo conexión. «Las líneas estaban colapsadas. Todas las comunicaciones, caídas». Probó con su mujer, Lorraine. «Tras varios intentos se lo cogió, pero no tenían información. No sabían si mi tío estaba bien o no», expresa un joven Aitor que aquella fatídica jornada contaba tan solo trece años. El desconcierto que se vivía en su casa se multiplicó cuando Aitor y sus hermanas gritaron «¡Otro avión!». Ascensión y Jacinto «lo vieron estrellarse». 

Victoria llamó al Ministerio de Exteriores. La información era «muy confusa y escasa». Y continuó así meses y meses. «En las primeras semanas su mujer, sus hijas y su otra hermana que vivía en EE.UU. iban de hospital en hospital consultando el listado de supervivientes por si estaba en él». Tampoco se encontraba en el reverso de esa lista, no estaba en la recopilación de víctimas por lo que inicialmente no parecía todo perdido. 

«Al principio sí teníamos esperanza. Toda la familia no paraba de buscar.  Allí, de un sitio para otro, y aquí llamando y mirando en internet páginas y actualizaciones de noticias, pero no había ni rastro». 

Así transcurrieron días y noches de desvelo hasta que, de pronto, a Lorraine le pidieron una muestra de ADN que consiguió con un peine de Edelmiro. «Habían encontrado un trozo de hueso, de omoplato, y una tarjeta bancaria. Nada más». «Estuvimos seis meses sin saber, sin tener la confirmación oficial de que mi tío había muerto en los atentados. Lo más difícil fue eso, no tener confirmación. Ni funeral, ni tumba», relata Aitor, que habla de «golpe seco». Así describe cómo recibieron la inesperada muerte de un pilar en la familia Abad.

«Perder a alguien en el 11-S, en esa tragedia, como no te lo esperas el golpe es más seco. No se está preparado para algo así. Es un vacío difícil de llevar. Cuando pasó teníamos una sensación de rabia por el sinsentido. Una mañana vas a trabajar, vas a la oficina, y sin ser culpable de nada te matan».

Que los restos mortales de Ed no fueran recuperados entre los escombros de las torres hundidas no facilitó el duelo. Ni siquiera 20 años después. Jacinto, que sobrevivió a su hijo, ya no vive, pero Ascensión, sí. La tristeza se acentúa por no haber podido enterrarlo. «No lo olvida nunca. Lo lleva con ella. Tiene el pesar de no tener dónde llevarle flores. Lo peor es no poder recuperar el cuerpo, sobre todo para sus padres. Dónde visitarlo o ir a llorarlo».

En verano de 2002 su pueblo quiso que Edelmiro fuera recordado para siempre. Levantó una escultura en su nombre y en el de todos los fallecidos en el atentado. Una réplica en piedra emulando las dos torres y una placa honorífica. En la homilía de aquel homenaje el sacerdote aseguró que se trataba de que el recuerdo no se limitara al día señalado, sino que fuera «constante el resto de la vida». 

Un superviviente del  ataque contó a su familia que Edelmiro «bajó unos cuantos pisos por las escaleras ayudando a sus compañeros» a salir de ahí. Le perdieron la pista tras el humo. 1.349 víctimas del 11-S aún no han sido identificadas.

Vivir y morir en la ciudad de todos

El gran escritor berciano Ramón Carnicer escribió en los años 60 del pasado siglo Nueva York: Nivel de Vida, Nivel de Muerte, un lúcido y despiadado retrato de la Gran Manzana. Luego, el genial cascarrabias, confesó su nostalgia de Nueva York porque, aseguró, era el único lugar del mundo que te aceptaba como uno más en cuanto pisabas sus calles.

Mientras Carnicer escribía, Nueva York hizo suyo para siempre al médico Jerónimo Domínguez, zamorano de Pinilla del Toro, que llegó allí en 1961. Cuarenta años después, su hijo, que llevaba su mismo nombre y era miembro de las fuerzas especiales de la policía, pereció en las terribles operaciones rescate. 

Jerónimo fue considerado también víctima española en honor a las raíces de su padre. Pertenecía al Escuadrón de Servicios de Emergencia número 3. 

Por estos ataques terroristas contra Estados Unidos, 23 agentes del departamento de Policía de Nueva York murieron en acto de servicio.

Mientras Carnicer escribía, venía al mundo en la gran urbe el increíble Marcelo Pevida. Orgulloso de ser hijo de zamorano, evocador de una infancia feliz en esa provincia gracias los veranos que pasaba en ella y fiel devoto de su Semana Santa. Aún más tras su patrulla policial el 11 de septiembre. 

Parte del fuselaje de uno de los aviones secuestrados aplastó su coche patrulla tras explosionar contra una de las torres gemelas. Salió por la ventana y se puso a auxiliar gente. Tenía tres vértebras heridas. El dolor físico y moral nunca desapareció, según contó en 2014 a El Mundo, pero los asesinos no le quebraron. En ningún sentido. Jubilado por las lesiones, andado el tiempo llegó a ser copropietario de la mítica Pizzería Grimaldi’s, donde Brooklyn mira a Manhattan. Los que esperan para entrar en el restaurante la ven. Gracias a Jerónimo, a Marcelo, a sus compañeros, sigue ahí para volver, para el que se quede.

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