Diario de Valladolid

Testigos mudos del día del asesinato

Las gafas con las que vio a quienes le disparaban, el mechero con el que se encendió el último cigarrillo o el crucifijo al que se agarró cuando lo fusilaron/ La ARMH presenta ‘Las voces de la tierra’, libro de fotografías del berciano José Antonio Robés con textos de escritores, periodistas, activistas y músicos, como Gamoneda, Mestre, Rozalén o Miguel Ríos

Imagen de archivo de la fosa del cementerio vallisoletano de El Carmen, donde aparecieron un afila-lápices y unos ositos a modo de pin, en las exhumaciones realizadas por la ARMH de Valladolid. MIGUEL ÁNGEL SANTOS (PHOTOGENIC)

Imagen de archivo de la fosa del cementerio vallisoletano de El Carmen, donde aparecieron un afila-lápices y unos ositos a modo de pin, en las exhumaciones realizadas por la ARMH de Valladolid. MIGUEL ÁNGEL SANTOS (PHOTOGENIC)

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Alicia Calvo
Valladolid

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Un pendiente. Solo uno, faltaba la pareja.

Junto a los restos que intuían que pertenecían a la joven bañezana María Alonso, fusilada en otoño del 36, no encontraban nada más. Los arqueólogos removían la tierra en vano, empeñados en dar con el otro. 

Cuando se lo contaron a Josefina, la hermana de la mujer asesinada, mandó detener la búsqueda en esa cuneta de la Nacional 601, en la fosa de Izagre (León). 

«No sigáis. No va a aparecer. Lo tengo yo», dijo, y les mostró la sortija colgada en el pecho en la que había convertido la joya de su hermana. La dejó en la mesilla el día que la sacaron de casa a la fuerza. 

La llave desenterrada que no volvería a abrir la puerta de casa nunca más, el mechero con el que se encendió un último cigarrillo, monedas que no llegaron a ser gastadas o las gafas con las que María pudo ver el rostro de quienes apretaban el gatillo para matarla...

Las cosas que llevaban cuando los asesinaron están vivas.

Los objetos hallados en fosas comunes retoman conversaciones interrumpidas porque ya hablan. Reconstruyen la historia de hombres y mujeres víctimas del Franquismo.

Ahora, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) y la editorial Alkibla recopilan pertenencias aparecidas en exhumaciones a lo largo de los años, a través de la publicación de un libro de fotografías en blanco y negro, realizadas por el fotógrafo berciano José Antonio Robés. 

Un memorial que lleva por título ‘Las voces de la tierra’ y sale a la luz en los próximos días.

Las imágenes de 39 objetos están acompañadas por textos escritos por novelistas, actores, investigadores, periodistas, músicos, poetas y activistas del movimiento de la memoria histórica, como el Premio Cervantes Antonio Gamoneda, el Premio Nacional de Poesía Juan Carlos Mestre –implicado en las excavaciones– o los populares cantantes Rozalén y Miguel Ríos, entre muchos otros.

El pendiente de María es uno de los descubrimientos que más «conmovió» al autor de las fotografías, quizá porque en esa jornada de septiembre de 2008 se encontraba escudriñando esa fosa leonesa cuando se presentó la octogenaria Josefina con el colgante con el que sentía a su hermana más cerca. 

Hay momentos que quedan fotografiados solo en la retina. «Pasamos horas buscando el otro y no aparecía. La que apareció fue Josefina. Ver juntos el pendiente encontrado y el transformado en anillo me impresionó», recuerda Robés. 

Tiempo después, el fotógrafo vistió a Josefina y captó la instantánea que aparece en el libro. «Hemos hablado mucho. María era una profesora, una joven a la que mataron porque su carácter no le permitía callarse nada».

También el presidente de la ARMH, Emilio Silva, ve en esa pieza de oro un emblema «absolutamente representativo de la causa». 

«El lenguaje nunca es inocente y la palabra ‘pendiente’ representa lo que hacemos con las exhumaciones, atender a lo que está pendiente. Luego supimos que la mujer había tenido una irritación en el lóbulo y, por eso, antes de salir, lo dejó en su dormitorio al que no volvió. Me parece casi un símbolo. Lo convierte en un colgante para llevar a su hermana pendiendo de ella», subraya Silva.

Sin conocerse, pero hermanados en la desaparición de sus hermanos, Camilo de Dios entiende qué sintió Josefina, antes y después del hallazgo. Camilo falleció hace tres meses, pero lo hizo con cierta paz. Los restos de su hermano Perfecto ya reposaban en el panteón familiar en el municipio gallego de Sandiás.

A varios metros bajo tierra, en la fosa de Chaherrero, Ávila, hallaron hace seis años las botas de Perfecto de Dios, un joven de 19 años abatido a tiros por la Guardia Civil en esa localidad abulense, en 1950. Trataba de llegar a Madrid para sobrevivir en clandestinidad, junto a su madre Carmen y a otros compañeros de la guerrilla antifranquista. 

Cuando cayó al suelo, su madre también cayó sin que mediara bala alguna. Permaneció junto al cuerpo de su hijo hasta que la detuvieron. La procesaron y condenaron a 30 años de prisión aunque pasó recluida algo más de una década. «Las botas son lo que queda de él», comenta el fotógrafo Robés, que recuerda cómo Camilo «descansó al poder enterrar a su hermano».  

Un objeto más minúsculo sirvió para reconfortar a otra familia, la de Eugenio Molina, fusilado en noviembre de 1939, acabada ya la Guerra Civil. Un dado tallado en madera apareció en la sepultura número 10 del cementerio de Guadalajara. Lo halló el poeta berciano Juan Carlos Mestre, que ese día participaba en la criba. 

Imaginan que con él «se entretendría en la cárcel durante sus últimos días», apunta José Antonio Robés. «¿Quién iba a decir que el dado iba a formar parte del azar de su vida?»

Y de su muerte, porque, al rodar hasta sus manos, es el propio Mestre el encargado de escribir el texto que acompaña la imagen en esta publicación.

Dando protagonismo a cada una de las piezas, el fotógrafo  pretende «despertar conciencias, hacer justicia y reparar algo el sufrimiento» de las víctimas y sus familias.

Robés, que ha presenciado la aparición de muchas de estas posesiones, rechazó limitarse a «ser un notario fotográfico». «Quise construir un relato, ofrecer otra mirada, la que existe centrada en el propio objeto sin que esté rodeado de palas. Quise personalizarlos y aislarlos para adentrarnos en lo que hay detrás de ellos. Los objetos desnudos transmiten un mensaje. Son testigos de la barbarie».

Busca, además, combatir la indiferencia. «Me he dado cuenta de que las imágenes empiezan a perder su objetivo. Es como las pateras, a fuerza de verlas, las normalizamos y no reparamos en que detrás hay historias desgarradoras».

Para ello, invita «a 39 amigos a que aporten su punto de vista literario a partir de unos datos básicos». 

La ARMH señala que «a cada uno se le dio la oportunidad de conocer el contexto histórico del objeto o desconocerlo, dándoles libertad para escribir textos con mayor o menor contenido histórico y más cercanos o distantes a la ficción, tomando siempre como punto de partida las fotografías».

El presidente de la asociación memorialista resalta que el proyecto «pone voz, otras voces, a la memoria». 

Emilio Silva entiende las exhumaciones «como una conversación». «Hay como una especie de polifonía donde hablan los cuerpos de los asesinados y, a través de los agujeros de bala, de cómo los colocan o qué portaban... nos dicen cosas sobre quiénes eran esas personas y el mundo que habitaban». 

En algunos casos, incluso, puede llevar a una preidentificación, como sucedió con el pendiente y las gafas de María Alonso.

Pero más allá de la información que aportan, del retrato que hacen de aquellos crímenes, dan consuelo a quienes hasta entonces viven su vida en pausa. «Para la familia es un vínculo que se conserva. Esto es como un naufragio trágico en el que se rescatan esas pertenencias y regresan muchos años después acompañando a un padre, a una madre, a unos nietos».

O a un hijo. 

El naufragio de un país en su propia tierra del que salen a flote restos inesperados. Martín, octogenario palentino, recuperó hace un año el sonajero que sujetaba cuando lo arrancaron de los brazos de su madre Catalina Muñoz, mientras los sublevados la detenían, en agosto del 36.  

El sonajero de Martín fue encontrado en el cementerio viejo de Palencia, junto a los huesos de la mano izquierda de Catalina, a la que un consejo de guerra condenó a muerte, arguyendo que acudía a manifestaciones y había gritado ‘vivas’ a Rusia y proclamas en contra de la Guardia Civil.

La fusilaron al mes. No se había desprendido del juguete del pequeño de sus cuatro hijos. 

Martín, que no conserva ninguna fotografía de su progenitora, volvió a agitar su sonajero de plástico 83 años después. 

Quizá por sus dimensiones, por pertenecer a un niño, por «la infancia perdida» de Martín y su «futuro robado» y porque este hallazgo es uno de los más «brutales» para quienes acostumbran a perseguir la memoria perdida, el texto que acompaña a la imagen se extiende algo más que el resto. Y sale de una pluma privilegiada, la del escritor leonés Antonio Gamoneda.  

El juguete demuestra, en palabras del presidente de la ARMH, que «no había límites en la represión franquista: mientras ella llevaba el sonajero de su bebé, ellos tenían pistolas». 

Entre las imágenes incorporadas al libro hay, además, casquillos de bala, alpargatas, gemelos, hebillas... Así, del cementerio vallisoletano de El Carmen incluye «un afila-lápices y unos ositos a modo de pin», y del pueblo palentino de Castromocho retrata unas horquillas.

De distintos puntos de la provincia leonesa el volumen recoge «un peine y una pipa de fumar, hallados en Quintana de Rueda; un reloj, un lápiz, un botón y unas monedas, en Joarilla de las Matas, y una medalla, en Santalla del Bierzo».  

En blanco y negro, y sin el polvo que tenía cuando dieron con él en la fosa burgalesa de Gumiel de Izán, puede contemplarse además el crucifijo del padre Revilla. 

En este caso, el presidente de la ARMH narra su significado: «Fue un misionero en la guerra española en el norte de África, donde estuvo destinado como capellán castrense. Regresó a su pueblo, con su madre, y cuando empezaron a matar a gente se enfrentó a ellos». Lo encarcelaron en su Burgos natal y fue ‘paseado’. 

El fotógrafo Robés agrega que «realizó una labor extraordinaria, ayudó a los represaliados y quiso tener la cruz consigo cuando lo mataron».

Para Emilio Silva, su historia refleja que «en la Iglesia católica también hubo otras sensibilidades. Este hombre llevó a cabo una causa humanitaria, la oponerse a los asesinatos civiles, y lo pagó con la vida».

Por otro lado, indica, «da dimensión de la amplitud de las distintas personas que fueron asesinadas. Que no tienen una identidad monolítica, sino que son de muy diversa índole social y cultural».

Cada excavación supone una inmersión en el tiempo. «Con la aparición de estos objetos, que forman parte de la cotidianeidad, se ve cómo las víctimas eran gente que hacía su vida normal y corriente, cuando alguien decidió que ésta debía interrumpirse y que sus familiares no podrían enterrarlos. Es otra forma de mostrar el relato del pasado», opina Silva.

Robés comparte convicción y asegura que «la única forma de olvidar es escuchando y hablando de nuevo sobre lo que sucedió. Eso es para mí la memoria».

El fotógrafo apunta que en todas las exhumaciones hay dos denominadores comunes. «El miedo que la gente tiene todavía a hablar, y el sonido de la respiración cuando un nieto encuentra por fin a su abuelo o un hijo a su padre. Se da siempre la misma frase de agradecimiento, y no de rencor, ‘gracias, ya puedo dormir tranquilo. Sé dónde llevar flores’». La tierra vuelve a estar en calma, cristalina.

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