Un colegio sin niños y una pareja de cernícalos
El bullicio ha dado paso al silencio absoluto en una calle sin apenas vida , hoy casi desconocida. El tiempo se ha parado en León como en el resto de las localidades de España, de Europa y del mundo entero.
En medio de esta situación ‘de película’ que vivimos, asombra ver cómo la naturaleza sigue su curso. Las palomas esperan impacientes sobre farolas y semáforos a que los castaños de indias, que cubren toda la avenida, llenen sus grandes copas para acoger sus nidos una primavera más. Hoy ya lucen sus primeros brotes y pronto podrán proteger a los polluelos que nacerán demostrando que a ellos nada los detiene. Mientras tanto, las palomas ya han empezado su cortejo en una calle en la que por primera vez gozan de intimidad y silencio. Al mismo tiempo, una preciosa pareja de cernícalos, que anida en la cornisa de uno de los edificios desde hace dos años, espera desde las alturas a su próxima presa: una de las palomas. Sus chillidos anuncian que se lanzarán en vuelo sobre ella haciendo círculos a una velocidad increíble. Estrategia pura en tiempos de incertidumbre.
Más allá, el griterío y las carreras de cientos de alumnos que llenaban de vida el colegio Luis Vives hasta hace muy poco dieron paso a las puertas cerradas de un recinto hoy triste y vacío. Miles de niños, como los míos, se encuentran confinados en el interior de sus casas desde el principio, viendo pasar los días a través de sus ventanas y terrazas. Ellos son los auténticos y valientes protagonistas de esta historia y con su ingenio e inocencia nos llenan de sonrisas cada minuto y de inyecciones de optimismo cada día. Gracias a ellos las calles están llenas de color. Sus arcoíris nos recuerdan que todo pasará si nos quedamos en casa y ellos, pese a su corta edad, sí lo han entendido a la primera, sin cuestionarse nada más allá de lo que sus padres les han contado. «Nos tenemos que quedar en casa para que el coronavirus no enferme a más gente y ya está. Ya tengo una lista de todo lo que quiero hacer cuando podamos salir, con mis padres, mi hermano y el resto de mi familia», piensa en alto Sofía con tan solo 7 años.
Justo al lado del colegio, una de mis amigas, enfermera, entra a trabajar cada mañana en el Centro de Salud con el mismo miedo e inseguridad desde hace unas semanas. Como les ocurre a tantos sanitarios de nuestro país que en estos días lo están dando todo por los enfermos, asume mucho riesgo de contagio. Asegura tener hacia su profesión un sentimiento contradictorio desde entonces: « La sensación de estar desprotegida, sin equipos de protección individual (EPI) suficientes, me hace plantearme si realmente merece la pena asumir el riesgo . Me encanta mi profesión, pero pensar en que todo me lo llevo para casa y puedo contagiar a mi familia… me parte el alma».
Y en el medio, una rotonda en la que confluyen dos avenidas importantes de la ciudad , Fernández Ladreda y José Aguado, presidida por una gran veleta que habitualmente tiene que soportar el ruido de frenazos y pitidos de vehículos y hoy parece asombrada y relajada por poder escuchar en su lugar el sonido de las aves.
Este virus ha conseguido lo que de otra manera hubiera sido imposible por la velocidad a la que vivimos. Los vecinos, antes desconocidos, hoy se convierten en cómplices de nuestros miedos, que también son los suyos . Y así lo demostramos a las 8 de la tarde, en nuestra cita diaria, aplaudiendo a los profesionales que dan la cara por nosotros. Por unos minutos podemos vernos, gritarnos mensajes de aliento e incluso escuchar música juntos… y esto gracias, por ejemplo, a ese chico de un 5º piso al que el entusiasmo le lleva a sacar su altavoz a la ventana y reconfortarnos durante unos minutos a la voz de «¡Ánimo vecinos!».
Este momento, en el que nos abrimos al mundo, me permite fijarme en ese grupo de leoneses con discapacidad intelectual que vive en los pisos de Asprona León, en esta calle. Hemos pasado, de coincidir cada mañana a la misma hora, cuando yo acerco a mis hijos al cole y ellos se dirigen a su parada de autobús, a encontramos en las ventanas por la tarde . Aplauden efusivamente desde sus ventanas y yo admiro su valentía para enfrentarse a esta situación. Pedro, Nacho, Luis Alfonso, Luis Felipe, Isidro o Jorge lo tienen claro, «como somos unos tiarrones tan fuertes, no hemos caído ninguno y vamos a aguantar otros 15 días más. En el piso, tenemos música y de todo. No nos aburrimos, estamos entretenidos y hacemos mucha limpieza, porque hay que tener mucha higiene».
Y de repente llegan ellos, patrullas de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que además de protegernos, estos días nos visitan por la calle al ritmo de «Resistiré», dando sus luces o activando sus sirenas. Una de ellos es mi vecina, y además mamá, que cada día sale de casa para controlar el tránsito de vehículos y personas e intentar que los ciudadanos comprendan que hay que quedarse en casa. Cuando acaba su jornada laboral, comienzan las tareas lectivas en el aula improvisada en la que se ha convertido su casa, como ocurre en miles de hogares al mismo tiempo: «Ahora ejercemos de profesores para que los niños continúen con la materia programada . Pero es muy difícil conciliar el trabajo, las tareas del hogar, las necesidades de nuestros hijos y encima no sólo educarles, sino también enseñarles contenidos, intentando suplir el papel del docente que tan grande nos queda».
« Es un bebé tan deseado y esperado que nuestra pena es no poder disfrutarlo con mis padres porque sé que lo pasan mal por no verlo . Y nuestra ilusión es hacer planes con él, pasear, viajar y que le dé el aire y el sol». Me lo cuenta Vero, que, junto a Alberto, acaba de recibir hace apenas dos meses a lo más grande de su vida: su bebé Rodrigo. Este confinamiento les está permitiendo disfrutar cada minuto al lado del pequeño pero les ha alejado físicamente del resto de su familia, privando a abuelos y tíos de sostener en brazos al niño y ver sus increíbles avances en tan solo unas semanas desde su nacimiento.
Y es que de pronto, ver amenazada la salud de las personas a las que queremos, de nuestra familia y amigos, nos ha hecho estrechar lazos con ellos y programar llamadas y videollamadas diarias en las que no faltan los ‘te quiero’ y los ‘cuánto daría por abrazarte’. Porque estamos deseando romper la distancia y volver a abrazarnos.
La vida en el barrio estas semanas nos deja otras historias como la de una pareja de ancianos que, preocupados por lo que se les pudiera venir encima, emigraron a su pueblo para no escuchar a los niños del piso superior corriendo por el pasillo y dando luz a los días grises. O aquellos que se niegan a aceptar que debemos quedarnos en casa y cada día, a la misma hora, se ponen los cascos en los oídos y salen a dar su paseo diario, camuflados en el amanecer.
Ahora, nuestros parques están vacíos. Sus columpios no se mecen y sus piedras permanecen en el mismo sitio, sin que las manitas de los pequeños las descoloquen. Tan solo reciben de refilón la visita de los perros , como mi peludo Rex que, acompañados de sus dueños, continúan su rutina como si nada hubiera pasado, aunque con paseos reducidos y sin carreras libres ni contacto con otros de su especie.
Este virus detuvo todo menos la ilusión por recuperar nuestra vida . Pero ahora es momento de tener paciencia y pensar en que mañana volverá a salir el sol.