Intenso encierro en Cuéllar con los serios e inquietos astados de Lagunajanda
Pedro Caminero y Pepe Mayoral ejercen su dirección con maestría en un festejo con un herido grave al ser corneado en el recorrido urbano
La mañana era inusualmente cálida. De los pinares llegaba, suave, una leve brisa. El Cega era apenas un rumor y una humedad quejumbrosa, menesterosa de agua y vida. A escasos metros, entre un sudoku de cabestros, los seis ejemplares de Lagunajanda, de arquitectura baja y simétrica, se desperezaban ajenos a su destino: ser protagonistas del primer encierro de Cuéllar, un rito con semántica cierta y honesta, que habla de trasladar toros desde el campo hasta la ciudad. Desde la libertad hasta un laberinto de calles, ruedo y corrales.
Falta algo menos de media hora y Pepe Mayoral y Pedro Caminero, a la sazón directores del encierro, acaban de llegar a los corrales del Puente Segoviano. Un puñado de caballistas, hombres recios y silenciosos, forman su pequeño ejército. Son las huestes necesarias para que se cumpla la costumbre. Pocas monturas pero valientes, disciplinadas, que conocen al toro y sus querencias. El riesgo y sus arrabales.
Pepe Mayoral sabe que el grupo de toros tiene una grieta. El castaño mejor armado, serio por delante, que ya en Carmona, su finca de Castronuño, llevaba una vida independiente, al que costaba integrar con sus cinco hermanos, porque en Cádiz no compartía vida y cercado. Un animal alejado del sentido gregario, no por su voluntad, sino por el destino.
La salida, de ímpetu desmedido, dispersa a los astados y los caballistas tienen que exprimir monta y doma. Las garrochas dejan de ser un bello elemento ornamental para ofrecer su sentido guerrero. Todos pueden llevarla, solo hace falta comprarla, pero su manejo está reservado para los más valerosos, para los que suman el arrojo de su corazón a la destreza de su brazo poderoso.
Bajo las copas de los pinos los hilos que unen de manera invisible a los seis astados son innumerables, incontables, y forman multitud de líneas que se cortan. Un dédalo de vínculos de rupturas. La incertidumbre bajo los pinares.
El paso por Las Máquinas, angostura que comprime impulsos y expulsa ánimos tras superarla, sucede con cierto orden, aunque intermitente. Tan sólo unos minutos después, en la rastrojera de cereal de una loma ancha, antes de atravesar por un túnel la autovía de Pinares, la que une las capitales de Segovia y Valladolid, las reses podrán ser reunidas y sostenidas durante unos minutos. Es ‘domingo de toros’ y en Cuéllar esperan decenas de miles de aficionados. Pedro y Pepe se miran con un ligero alivio, aunque aún hay que superar la mitad del recorrido campero.
Aprovechando una mínima intentona del astado menos sumiso la comitiva retoma la marcha. Sergio Ramos, uno de los caballistas más expertos y valerosos, evita con un rápido galope que el astado secesionista imponga un 155 más severo. La ley del campo impide la insolidaridad. Y ni siquiera la bravura exime de tal obligación común. Ni la atenúa.
Al otro lado del asfalto, por el que se han sumergido no sin cierto riesgo, se impone un nuevo alto. No se trata de descanso, sino de una inercia para potenciar el sentimiento de grupo. Los bueyes, berrendos en colorado, prestan su voluminosa y pastueña presencia para imponer una aparente calma.
Finalmente, en el descenso del embudo, tres toros toman la delantera, dos se cobijan entre los cabestros y el último sigue el hilo a distancia, pero sin perder de vista a sus hermanos. Un descenso trepidante al que siguieron carreras intensas de los mozos en las calles, y un corneado grave en su intento de eludir una embestida que le persiguió incluso al otro lado de la talanquera.