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Cuéllar inmortaliza el rito del encierro

Despliegue de valor de caballistas y mozos ante unos toros de Lagunajanda que mostraron el orgullo de su casta y estuvieron a punto de escaparse en el último tramo campero

Publicado por
César Mata

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Tan sólo el esfuerzo permite exprimir la satisfacción en toda su plenitud. Se hace inmortal lo perecedero que muestra su realidad sin impostura. Por eso Cuéllar, sus encierros, convierten cada toro en una leyenda de abismos y placeres. La naturaleza, tan sencilla como inmensamente diversa, se muestra a tiro de piedra. Galopa la mirada y se encuentra con las astas que matan y resucitan. Mientras, las garrochas dibujan un enigmático graffiti en el aire que pocos pueden descifrar.

Encerrar toros, como ayer, como hace quinientos años, y muchos más, convoca a cada uno a sentirse toro. Y caballo. Páramo y valle. Pino. Sentir la bravura sublimada que acaba enclaustrada en la soledad final del chiquero. Y después la muerte, tan hostil cuando antes se fue rey y emperador de la dehesa, y de un océano de pinos. Señor del rastrojo y amo de su embestida. Y quizá, al final, la suerte presentida de todo ser vivo.

Como ayer los toros de Lagunajanda, tan explosivos, sí, y tan entusiastas con su tranco alegre, amplio, boyante… El campo, el encierro, la plaza… y la muerte. Como la de cualquier ser vivo.

La muerte, pero antes, el homenaje a su estirpe brava, con sus escoltas armados de cencerros, con los jinetes de una comitiva que los vigila, sí, pero también los admira, los teme. El toro es el dios. Y por eso queremos sentirnos toro.

Como ayer los toros de Lagunajanda, para mostrar el bravo orgullo en el suelo arenoso y en la tierra cosechada, para intentar la huida, vana, antes de iniciar la bajada del embudo, y llevar el pánico a cientos de personas que esperaban asomadas al risco para contemplar el desbocado descenso de astas y pezuñas que dinamita el alma y nos da pulso de año en año.

Antes, en la espesura del paso de Las Máquinas, los cuatreños gaditanos alargaban su figura con un galope firme, sereno. Autoestima de su casta. Cuatro, y luego dos. Seis toros, seis, y los bueyes por el flanco derecho, y uno de zaga. Y las monturas sudando el cuero, veloces, acompasadas a la voluntad de los bravos. Con el mando posible, que nunca es todo.

En el embudo, recuerden, sólo bajo uno. Y tres bueyes. Y los vaqueros se jugaron el tipo y alguna copa, seguro, a no dejarlos entrar. Así fue. Épico. Les ganaron por la mano. Clausuraron las cabalgaduras, expuestas, la entrada a las calles, y devolvieron, con la voz serena de Pepe Mayoral, al toro y los bueyes al páramo. Ingeniería bóvida. Lentos. Al paso. Engañando a la ansiedad. Aquí nadie se da de baja…

Arriba, en la planicie, Pedro Caminero y sus gentes lograban reunir a los cinco prófugos, que se dieron una vuelta junto a los coches de la Guardia Civil y la organización… Sin novedad en la chapa, mi Sargento.

Y entonces el gozo de los bueyes rodeando a los toros, que había decidido mostrar quien manda si quiere. Y entonces un descenso como un torrente sin gobierno, cuatro juntos, luego dos algo separados, todos comprometidos con su bravura y su destino, ya rumiado en su último paseo por la libertad.

Y, desde ese momento, una marea de astas y cencerros, como una ola a la que subirse si se tiene valor. Zancadas, músculo emocional y ganas de afirmarse. Los mozos corrieron embrocados en la cuna de los cuernos, sintiendo el aliento en los riñones. Para sentirse más vivos, para sentirse, también, en la piel del toro que todos somos.