Diario de Valladolid

Los toros de Albarrán retan al rito en Cuéllar con su insumisión

El segundo encierro sufre la bravura de los astados con momentos de alto riesgo en el embudo

El astado golpea la talanquera justo en el momento en el que el cortador se mete en ella durante el segundo encierro de Cuéllar.-ICAL

El astado golpea la talanquera justo en el momento en el que el cortador se mete en ella durante el segundo encierro de Cuéllar.-ICAL

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César Mata

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Corría la voz entre los aficionados cuellaranos relativa a lo revoltosos que se mostraban los toros de Arcadio Albarrán en los corrales. Arrancadas intempestivas y duelos entre ellos, algo nerviosos entre las cuatro paredes que los encarcelaban, con el aparente sosiego que les transmiten los bueyes, tan pacientes ellos.

Y el rumor fue realidad. Se hizo carne y tomó las de Villadiego, con forma de un toro que se salió de naja nada más abrirse el portón metálico. Enfiló la libertad como si alguien le hubiera dicho que era su último día de vida. Si llega a saber que la corrida de rejones de la tarde, en la que iba a participar, se acabaría suspendiendo quizá no hubiera hecho tanto desgaste energético. Los directores de lidia vieron claro que no se trataba de un astado pródigo que acabaría volviendo al paternal grupo de bóvidos, así que decidieron anestesiarlo sin dilación. Y el toro huido pudo, así, continuar su sueño de libertad. Otra cosa es el despertar…

Sus cinco hermanos no huyeron, pero se dedicaron a retar a monturas y garrochas como los chiquillos se muestran rebeldes el primer día de clase. Eso sí, unos chiquillos de 500 kilos. El paso de Las Máquinas, un estrechamiento que salva las aguas, o quizá ya sólo humedad, del arroyo Cerquilla, supuso un antes y un después del encierro. A los toros no les gustaba eso de que los pusieran en fila india. Y no era no… Así hasta que pasaron tres, que acabaron en la quietud del rastrojo, dando un respiro a los caballistas, aunque ya con media hora de retraso.

Tras una espera sensata, la comitiva decidió reanudar la marcha con los tres astados más colaboradores con la tradición. Al paso, o con algún acelerón. Eran ya más de las diez y media, por eso de que los toros ni llevan reloj ni ven la tele, lo que, por otra parte, está muy bien. Celebrar, no competir. Rito.

Y cuando el descenso del embudo estaba en todo su rítmico auge, con el tranco acelerado de la ley de la gravedad y la ley de las garrochas, le dio a un toro por deshacerse de una talanquera de encauzamiento, justo antes de la entrada, e introducirse en un espacio en el que algunos espectadores con ignorancia temeraria (señores, son toros de carne y hueso…) había decidido colocarse. Tan cerquita… Y tanto.

Uno decidió tirarse al suelo y recibió un buen golpe del astado. El otro, cual Tancredo, se quedó inmóvil. ¿Voluntad o miedo? Puede que ni él lo sepa. A muy escasa distancia el toro lo miró, y como quiera que no percibió movimiento alguno debió pensar que formaba parte del mobiliario del encierro. Así que lo despreció. Luego fue a por un mozo al que hizo trepar una tapia. Finalmente fue encelado por las grupas más valientes y su galope, algo hastiado ya, comenzó a dibujar golpes de pezuña por las calles de la villa mudéjar.

Un rito con toques de novela salvaje, con aire de trashumancia convulsa y primitiva. Con caballistas de bronce, con su valor y su impotencia. Ni más ni menos que lo que es la naturaleza, aunque ahora nos la quieran vender envasada como una película de dibujos animados.

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