Diario de Valladolid

ACOGIMIENTO FAMILIAR

«Mi familia de acogida me salvó de ser un delincuente»

Guillermo agradece a quienes lo acogieron que le dieran «cariño y estabilidad» / «El centro era muy frío. Con ellos por primera vez me sentí en paz y seguro»

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Alicia Calvo
Valladolid

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Al principio, Guillermo se resistía a irse con aquella mujer viuda y sus cuatro hijos, todos mayores que él, que le dijeron: «Lo que te está pasando nos importa». Pese a sus reticencias, eran su «única opción». Tenía 14 años y llevaba más de dos en centro de acogida. Ahora, casi dos décadas después, sabe que acertó, que eso marcó la diferencia de todo lo demás.

«Me familia de acogida es mi familia». Con esta presentación, Guillermo habla de una experiencia en la que pasó de sentirse «abandonado a un niño normal, de pasar de todo a ser responsable, de pensar que acabaría en la calle a conseguir un futuro». «Me salvó de ser un delincuente, me ayudó a no terminar en la calle y solo».

Guillermo rememora una de las primeras tardes, antes de trasladarse con ellos, en la que no hizo nada que a muchos niños pudiera parecer especial. Precisamente por eso lo recuerda. Porque no quería sentirse especial, ni raro ni señalado ni visto con pena, «sólo como cualquier chico por el que se preocupan». Acompañó a su madre de acogida a comprar y merendaron en casa. «Cómo agradecí que fuera así. No necesitaba un trato preferente, aunque tuviera más carencias que otros. Buscaba normalidad y ahora imagino que, también, aprecio».

El trato inicial era áspero, él también. «Estaba a la defensiva», confiesa. «No sabía comportarme. Sobre todo, con las dos hermanas. No tenía referencias sobre cómo hablar con chicas y sólo había visto lo mal que mi padre, que era mala persona, trataba a mi madre biológica. En ese aspecto era un niño tonto».

La tensión desapareció y sólo tiene palabras de afecto para ellas. También para sus dos hermanos de acogida. Uno lo enseñó «a ser un granujilla» y el otro representó «una figura paternal» que no había conocido antes. Lo que más le impactó fueron las discusiones. «Me sorprendía verlos discutir sin llegar a las manos y que luego estuvieran bien. No había conocido eso».

Otra sensación extraña fue la de poder escoger. «Después de cenar, se sentaban en el salón a ver la televisión y para mí era muy raro. Con mi familia no lo hacía y en la residencia de acogida tenía que pedir permiso para ver la tele o ganármelo. Podía irme a la habitación, quedarme a hablar. Me costó acostumbrarme a poder elegir cuándo estar con amigos y con las personas queridas. A saber que tenía opciones».

Opciones dentro de esa casa y fuera de ella. Guillermo comenta que su «mochila» pesaba y era un mal estudiante. Pero cuenta que con 16 años, a dos de la mayoría de edad y por tanto de que se acabara el periodo de acogida, su nuevo entorno le alentó para que se formara para trabajar. Desde entonces es vigilante de seguridad. «Si hubiera estado en el centro, probablemente no lo hubiera hecho, me habría dado igual. Pero aquí quería que se sintieran orgullosos de mí».

Explica que «el centro era frío y no había calor de hogar». «No tenías a una persona adulta a la que contarle nada. Un educador estaba unas horas, luego se iba y venía otro. Me sentía tremendamente solo y eso que estaba con mucha gente».

Además desconocía si era su familia biológica la que no quería verlo o era una prohibición de los Servicios Sociales. Y tenía miedo. «De todo. De otros chicos más macarras y de no saber qué iba a pasar conmigo», afirma Guillermo, que matiza que «fue hace casi 20 años» y ahora, que ha visitado estos lugares, «están mejor».

Al poco tiempo de recalar en la que se convirtió en su casa, se integró en la dinámica familiar. «Me relajé. Por primera vez, estaba a gusto, en paz y seguro».

Actualmente mantiene también relación con su madre biológica, con la que habla por teléfono una o dos veces al año y sobre la que cuenta que no cree que sea mala persona. Con su padre, en cambio, vivió poco tiempo y preferiría «no haberlo vivido». Sin entrar en demasiado detalle, indica que vivía en un entorno «violento» y «no se ocuparon» de él. También explica que veía por la calle a niños con sus padres y sentía rabia.

Al preguntarle por formar una familia, asegura que está «en ello». Si se dan las condiciones adecuadas, pasará de niño a padre de acogida. «Es una necesidad. Cuantos menos niños sufran, mejor será el mundo. El sufrimiento causa miedo y los niños de hoy son la sociedad de mañana. Hay muchos que requieren cariño, atención y normalidad. No sé que hubiera sido de mí si llego a seguir en la residencia. Esta familia me cambió».

Tanto, que le agradece casi todo lo que sabe para enfrentarse al mundo. «Les debo los valores familiares, las habilidades sociales, la seriedad que soy capaz de poner frente al trabajo, no ser agresivo, saber hablar, estar alegre». Termina de enumerar, aunque asegura que podría seguir durante más tiempo porque la lista es extensa. «Aprendí muchas cosas que me han he

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